Is 48, 17-19: ¿Y qué hacer con los tercos?

Lectio divina “Palabra vivificante”. P. Fidel Oñoro cjm

Isaías 48, 17-19: ¿Y qué hacer con los tercos?

Las breves palabras proféticas que hoy se ponen en nuestros oídos y en nuestro corazón, están precedidas por una auto-presentación del profeta en estos términos: “Y ahora el Señor me envía con su espíritu” (48,16b).

Pero resulta que el profeta se estrella contra el muro de la obstinación, de la cabeza dura de un pueblo indócil a las enseñanzas del Señor.

¿Cómo afronta la situación?

Notemos tres ideas fuertes de la profecía:

1. Yahvé es presentado de nuevo

Siempre se vuelve al punto de partida: ¿Quién es Dios?, o mejor, ¿Cómo se ha dado a conocer a su pueblo?

Yahvé se presenta no a partir de conceptos teóricos o abstractos, sino a partir de la experiencia histórica que el pueblo ha hecho de él, particularmente en el camino liberador del éxodo, allí se descubrió como “el redentor” (48,17ª). Es un Dios que entra a fondo en la situación dolorosa de su pueblo, él la capta, la comprende y la auxilia. Con todo y esto, su inserción en la historia de su pueblo no le quita su trascendencia, el sigue siendo “el Santo de Israel” (48,17b).

Es un Dios que se da a su pueblo. Yahvé aparece en función, no de sí mismo, sino de un pueblo que es “su” pueblo. Por eso se afirma que él es “de Israel”. Detrás de este “de”, de pertenencia, está el compromiso de Alianza sellado en el Sinaí: “Yo soy de Ustedes y Ustedes son míos”.

Y porque es fiel a la Alianza sellada con su pueblo, él no sólo libera, sino que educa, se ocupa de él como un papá que prepara a su hijo para la vida, como un maestro que enseña o como un jefe que guía.

No basta salir, de la situación de apuro mediante un acto de liberación, lo más importante es lo que sigue: la educación. Una educación que le da cuerpo y estructura a la vida nueva que comienza a partir de la intervención divina.

Pues bien, los sucesos históricos negativos del pueblo son como el salón de clases, la escuela, donde se aprenden las lecciones de la vida. Como insiste Isaías, allí Yahvé “te enseña” y “te guía”.

Ahora que el pueblo regresa de la dura prueba del exilio en Babilonia, Dios vuelve a educar a su pueblo como lo hizo antaño en el camino del desierto después de la salida de Egipto. El pueblo debe darse cuenta de que el camino que está haciendo ha sido gracias a la acción poderosa de Yahvé. Usta toma de conciencia lleva a una percepción de la presencia “real” de Dios en la vida.

A Yahvé le preocupa la vida de su pueblo. Y porque lo ama busca su maduración.

2. ¿Y cómo se retrata al pueblo?

El pueblo es visto en tres dimensiones:

(1) Un pueblo terco, indócil, que no ha mantenido su fidelidad a Yahvé, por eso va al exilio (ver el contexto del pasaje).

(2) Un pueblo amado que es rescatado por Yahvé de esa situación y lo conduce hacia la madurez: “Te conduzco por el camino que sigues” (48,17b).

(3) Un pueblo llamado a ser grande y fuerte: la promesa a su padre Abraham
sigue vigente y se realizará apoteósicamente (“Tu descendencia será como la arena… su nombre no será aniquilado ni destruido delante de mí”, 48,19).

El pueblo debe sacar la lección de su percance histórico: “¡Si hubieras atendido a mis mandamientos!” (48,18ª)

3. ¿Qué sucede cuando el pueblo se deja guiar por Dios?

La docilidad para dejarse conducir por Dios parece ser el tormento del itinerario bíblico-espiritual. Por eso, en forma de promesa, ahora Yahvé motiva a su pueblo para que deje de lado las resistencias internas y ajuste su proyecto histórico según sus “mandatos”: “Tu dicha habría sido como un río y tu victoria como las olas del mar” (4,18b).

Cuando uno se deja educar por Dios, cuando uno se toma en serio la Palabra del Señor, vienen muchas bendiciones. Todas ellas comienzan con un cambio profundo de vida que trae “paz” y “dicha” continua (lo contrario de la “opresión” y “zozobra” aludida en la profecía).

Luego la vida conducida en la justicia de Dios permite ver realizaciones tan grandes que el profeta puede anunciar la promesa: “tu victoria será como las olas del mar”.

Pues bien, la raíz de esta honda experiencia de Dios que despliega en la vida un mar de bendición, ha sido el conocimiento de Dios y de sus caminos: “Yo soy el Señor tu Dios… Yo, Yahvé, tu Dios, te marco el camino por donde debes ir”.

Este “Yo soy el Señor tu Dios”, aparece también en el encabezamiento de la lista de los mandamientos (Éxodo 20,2: “Yo soy Yahvé, tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, del lugar de esclavitud”). Y se vuelve como en la tarjeta de presentación de Dios revelado en la historia. Es la introducción de toda la revelación que sigue.

En la espera de la plena revelación, en la espera del salvador, Dios se manifiesta como el que el que acompaña el camino del hombre, como el que está cercano, como el que no sustituye a su pueblo a pesar de que le ha fallado, sino que lo orienta hacia lo bueno y lo mejor.

Decía al respecto el autor de la Carta a Diogneto (finales del siglo II dC), “Durante todo el tiempo en que conservaba y custodiaba en el misterio su plan sabio, como que parecía que Dios nos descuidara y no pensara en nosotros; pero cuando por medio de su Hijo predilecto reveló y dio a conocer lo que estaba preparado desde el inicio, nos dio todo junto: gozar de sus beneficios, contemplarlos y entenderlos. ¿Quién de nosotros habría esperado todos estos favores?”.

En Jesús y su pueblo se realiza la profecía (Mateo 11, 16-19)

No sólo el Israel del Antiguo Testamento fue un pueblo indócil, también la
generación que escuchó las enseñanzas de Juan Bautista y de Jesús era de la misma manera.

Jesús compara a sus críticos con los niños caprichosos que juegan en la plaza en dos grupos y que desbaratan sus juegos comunitarios y se pelean entre sí. La terquedad del auditorio de Jesús está retratada en esa imagen de los dos grupos de niños que no logran ponerse de acuerdo porque siempre tienen una excusa para no seguir el juego del otro. Muestra así lo esquivos que son sus oyentes para tomarse en serio la predicación del Evangelio.

Pero en medio de todo también hay una luz: la amistad de Jesús con publicanos y pecadores -los aparentemente indóciles- abrió un camino para la comprensión de Dios.

El trato de Jesús era el de un amor nivel Dios, un amor con lo roto, con lo enfermo, con lo sucio, con lo complicado. Ese amor que cuesta más. Jesús no sólo ama a quien se porta bien, a gente sana, equilibrada, amable, educada y que huele bien. También es capaz de meterse en los antros de la época, sin por ello ser condescendiente con los errores de la gente.

No hay nada más evangelizador que la proximidad, la acogida, la necesidad de acompañar la vida de los demás. Y Jesús sabía tratar a cada uno según su necesidad. Por eso reía con los que ríen y lloraba con los que lloran; todo lo contrario de los niños en la plaza que no logran empatía.

Y esa manera de tratar a la gente desconcertó a las autoridades religiosas que pensaban que con sólo cumplir normas y leyes se llegaba a Dios. Por eso lo criticaron y persiguieron.

Pero, así como Yahvé se acreditó en sus caminos liberadores, los cuales eran innegables para el pueblo, también Jesús puede decir: “La Sabiduría se ha acreditado por sus obras” (Mt 11,19). Jesús confía en que el pueblo comprenderá.

Oremos…
Señor, hay personas que niegan tu presencia y tu existencia ante las dolorosas contrariedades de la vida. Hazte su compañero de viaje, ojalá por medio de nuestra presencia discreta en sus vidas. Enséñanos a ser como tú, amigos humildes y sinceros de las personas que se han cerrado a ti o se han perdido por los más turbios caminos, para que comience una nueva etapa en sus vidas. Amén.

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