Is 7, 10-14: ¿No estoy yo aquí que soy tu madre?

Lectio divina “Palabra vivificante”. P. Fidel Oñoro cjm
Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe

¿No estoy yo aquí que soy tu madre?
Isaías 7,10-14
Lucas 1,39-48

Una mañana temprano del año de 1531, en la colina del Tepeyac (México), María se le apareció a Juan Diego, hoy primer santo indígena en la historia de la Iglesia. A él se le manifestó como la Madre de Dios y la Madre de los hombres menesterosos. Luego, a su vez que se derramaban rosas, su hermosa figura quedó impregnada en el lienzo que hoy veneramos como Nuestra Señora de Guadalupe.

Recordemos el diálogo de la Virgen María con Juan Diego en la primera aparición, tal como lo reporta el ‘Nican Mopohua’, la obra escrita en la lengua de los indígenas, que recoge la memoria del acontecimiento:

“―Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?
―Señora y niña mía, tengo que llegar a tu casa, a seguir las cosas divinas que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor.
―Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo la Siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador en cuyas manos está todo, Señor del Cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me levante aquí un templo para mostrar y dar en él todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa Madre, a ti, a todos vosotros juntos, los moradores de esta tierra y a los demás que me aman, me invocan y confían en mí. Allí oiré sus lamentos y remediaré todas sus miserias, penas y dolores. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza”.

Así María se constituyó en signo que nos habla continuamente de la obra de Dios en los pueblos y culturas que habitan el continente americano.

Dejándonos guiar por la Palabra de Dios ―particularmente la profecía de Isaías― que la liturgia nos propone hoy, permitamos que se abra ante nosotros el misterio.

1. “Dios está con nosotros” en los momentos oscuros de nuestra historia

La profecía de Isaías 7,10-14 nos recuerda que Dios se hace presente en medio de nosotros en los momentos oscuros de la historia con la palabra de una promesa: “Miren: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre
Enmanuel, que significa Dios-con-nosotros”.

Esta profecía de Isaías comienza más atrás con la invitación al rey Ajaz para que pida un signo: “Pide un signo” (7,11). El rey se niega, pero el Señor le insiste.

En la Biblia, la Palabra del Señor con frecuencia va a acompañada de signos. El signo tiene como función garantizar lo que promete o exige la Palabra.  Los signos pueden ser (1) “del cielo”, cuando se pide una revelación de Dios, o (2) “del abismo”, cuando se pide una trasformación concreta en lo más oscuro de la realidad humana.   Por eso la frase completa es “Pide para ti un signo de Yahveh tu Dios en lo profundo del abismo o en lo más alto” (v.11).

Claro que una persona que viene leyendo la Biblia capta enseguida un problema:

¡A Dios no se le exigen pruebas!  Sin embargo, no se excluye que en alguna u otra ocasión ―cuando se trata de reforzar la certeza de la cercanía y la fidelidad de Dios, no importa que las cosas no se realicen tal como se piden― una persona puede humildemente solicitárselo. Esto es lo que el Señor le invita a hacer al rey Ajaz.

Pero resulta que la fe del rey Ajaz no anda bien.

El punto es que sus poderosos enemigos ―el rey de Damasco y el rey de Samaría― están a punto de derrotarlo conquistando la ciudad de Jerusalén.  La tragedia se ve venir: los vigías le avisan que ya los dos ejércitos se aliaron y están cerca (ver Isaías 7,1-2).

El pavor del rey Ajaz y el del pueblo se describe con esta diciente frase: “Se agitó su corazón… como se agitan los árboles del bosque con el viento” (v.2).  Entonces, el Señor envía al profeta Isaías donde el rey para decirle: “¡Alerta, pero ten calma! No temas, ni desmaye tu corazón” (v.4).

Pero el rey no le cree, incluso considera la palabra del profeta como una intervención peligrosa en los delicados asuntos del Estado y prefiere resolver el asunto con sus propios medios, excluyendo a Dios.

Cuando el rey se siente desafiado para que pida una señal, responde hipócritamente: “No quiero tentar al Señor” (v.12). En realidad, no es que no quiera un signo, lo que no quiere es que Dios se inmiscuya en su empresa militar y disminuya su heroísmo.

2. El signo de Dios al rey Acaz como profecía mesiánica

Ante la resistencia del rey, el profeta reacciona enérgicamente con un regaño (7,13) y le anuncia un oráculo: “Miren: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa ‘Dios-con- nosotros” (v.14).

El oráculo está aludiendo inicialmente a la esposa del rey, quien todavía no ha tenido hijos.  En esta línea, el Señor le está prometiendo la continuidad de la promesa de una dinastía que se origina en el rey David. El nombre del niño, “Dios-con-nosotros”, lo coloca de frente a la alianza de fidelidad mutua pactada entre Dios y su pueblo: “Yo soy vuestro Dios, vosotros sois mi pueblo”. La presencia del niño concebido por una virgen es el signo de que el poder de Dios está actuando en el mundo.

Sin embargo, esta profecía va mucho más allá de su realización histórica inmediata.  No se trata del hijo del rey Ajaz, sino del Mesías que trae la liberación futura al pueblo de Israel, en quien se realiza la promesa de salvación y alcanza su plena realización el encuentro y la comunión de Dios con su pueblo.

Este Mesías es el “Dios-con-nosotros”.

3. Hoy María sigue siendo el “gran signo” de la fidelidad y la ternura de Dios en nuestro continente y en el mundo

Junto con el evangelista Mateo (1,13), nosotros leemos y entendemos la referencia de la joven mencionada en la profecía como una “virgen”.  Se trata de María, la madre-virgen del último y definitivo descendiente de David, el verdadero “salvador” en quien se realizan todas las promesas.

En el evangelio que proclamamos hoy, la maternidad de María es felicitada por Isabel: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (Lc 1,42).  El vientre de María es reconocido por estas palabras inspiradas como el arca de la alianza perfecta en el que el Señor se hace presente de manera plena y definitiva.

El evangelio nos lleva a escuchar en boca de María el canto de alabanza por excelencia y que conocemos como el Magníficat por su primera palabra en latín: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, exulta mi espíritu en Dios mi salvador”. De hecho, los dos primeros verbos dicen “Engrandece” y “Exulta”.

El Magníficat nos invita a situarnos en el espacio del “ya” pero todavía “no” de la realización de la promesa, porque testimonia que Dios con Jesús ha visitado a su pueblo y ha comenzado a realizar lo que anunció desde antiguo.

Es una alabanza a la misericordia inagotable de Dios. Dios ha hecho cosas grandes en la historia de la salvación y las lleva también a cabo ahora.

Después de los dos primeros verbos, “Engradece” y “Exulta”, la alabanza de María está construida con doce verbos que tienen como sujeto a Dios. Es la obra de Dios lo que se contempla. Dios es protagonista de una acción increíble e irrevocable con los pequeños de su pueblo, encabezados todos por María, su humilde servidora.

María proclama esta certeza de su corazón: Dios no es extraño ni ausente, sino que acompaña cada paso de nuestros días. Y esto no se nos debe olvidar en los días difíciles por los que pasemos.

María deja transparentar la fe incondicionada que la distingue: Dios está presente en su historia personal y en la de su pueblo. Dios no se ha quedado a la distancia, “ha mirado…”, “auxilia…”, “acordándose…”. La secuencia de los doce verbos va desgranando en crescendo la pasión de Dios por el ser humano, sobre todo por los pequeños, por los pobres y las víctimas, por quien padece ultraje e injusticia.

La alabanza de María levanta los brazos al cielo, pero también mira a la tierra, porque proclama que allí donde la potencia del mal devasta el rostro de la humanidad, Dios se manifiesta con un poder aún mayor ante las plagas dañinas que lo provocan: los poderosos apegados a sus tronos, los ricos repletos de bienes; en pocas palabras, la pobreza de demasiada gente y los privilegios de apenas unos cuantos. María está segura de que Dios no aceptará la humillación de los pobres.

Repetir con María este canto no es sólo dar voz a la exultación por la fidelidad de Dios, sino también pronunciar una profecía que está en el corazón del Evangelio y que atañe a la esperanza de los pequeños, los pobres, los que no tienen voz.

Y esta cercanía de Dios a nuestro pueblo, especialmente el sufriente y el necesitado, es lo que nos sigue recordando María en la advocación de Nuestra Señor de Guadalupe.

Como nos enseñó el Papa San Juan Pablo II: “Desde los orígenes ―en su advocación de Guadalupe― María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión” (Iglesia en América, 11).

A contemplarla a ella, a Santa María de la esperanza, resonarán en nosotros palabras de confianza que nos invitan no perder el ritmo de la espera: “No temas, ni desmaye tu corazón”, le dijo el profeta Isaías al rey Ajaz. “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”, dijo María a Juan Diego.

“¿Acaso no estás bajo mi sombra,
bajo mi amparo?
¿Acaso no soy yo la fuente de tu alegría?
¿Qué no estás en mi regazo,
en el cruce de mis brazos?”

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