Lc 2,22-40: La Presentación de Jesús, una imagen elocuente de la Vida Consagrada

Lectio ‘Palabra vivificante’. P. Fidel Oñoro cjm
(Especial para consagrados)

Lucas 2,22-40: La Presentación de Jesús, una imagen elocuente de la Vida Consagrada

“Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”

Hace cuarenta días celebramos la Navidad. Según el evangelio de Lucas, cuarenta días después Jesús fue llevado a Jerusalén, al Templo. Allí dos figuras proféticas, Simeón y Ana, reconocen a este niño de apenas un mes y diez días de nacido como el Mesías y el autor de la Salvación.

La ceremonia de las candelas con la que hoy abre la liturgia nos pone frente al mensaje fundamental, que está recogido en la oración de Simeón: “Mis ojos han visto tu salvación… luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2,30.32).

La Iglesia ha querido que esta fecha se exalte el valor de la vida consagrada.

1.La Jornada Mundial de la Vida Consagrada

Desde el año 1997, el Papa Juan Pablo II instauró en esta fecha la Jornada de la Vida Consagrada: l@s religios@s, los miembros de Sociedades de Vida Apostólica, de Institutos Seculares.

En esa ocasión nos dijo qué relación tenía esta Jornada con la fiesta de la Presentación del Señor:

“La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la donación total de la propia vida por quienes han sido llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, ‘los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente’ (VC 1)” (Juan Pablo II, Mensaje para la primera Jornada No.5)

Siguiendo el hilo del mensaje del Papa, tengamos presente que en esta Jornada:

(1) Le damos gracias a Dios por “el gran don de la vida consagrada que enriquece y alegra a la comunidad cristiana con la multiplicidad de sus carismas y con los edificantes frutos de tantas vidas consagradas totalmente a la causa del Reino” (Mensaje, No.2).

(2) Promovemos “el conocimiento y la estima de la vida consagrada” (Mensaje, No.3).

(3) Celebramos en las parroquias y diócesis, junto con los “consagrados”, las maravillas realizadas por Dios a través de la vida consagrada, al mismo tiempo que tomamos conciencia de su “insustituible misión” (Mensaje, No.3).

La Vida Consagrada es un regalo de Dios. Por eso le agradecemos juntos por el don que nos hace en aquellos que se han hecho don para los demás en una entrega total, definitiva y generosa.

La presencia profética en el mundo de todos estos hombres y mujeres valientes es un signo de esperanza en medio de un mundo de individualismos, de deshumanización, de exclusiones, de grandes diferencias económicas. Allí el consagrado testimonia que es posible la fraternidad, el compartir, la acogida, la igualdad; la radicalidad de su opción le recuerda al mundo que Dios es verdaderamente fuente de alegría; su estilo de vida conduce continuamente a la Iglesia a la fuentes puras y vivas del Evangelio.

La Vida Consagrada tiene un altísimo valor y es necesaria en el mundo. Con razón en una ocasión Santa Teresa se preguntaba: “¿Qué sería del mundo si no existieran los religiosos?” (Libro de la vida, 32,11).

2.Qué pistas nos da el Evangelio

Entremos ahora en el evangelio de este día, tan rico de símbolos, de gestos, de actitudes, de temas y de oración, y desentrañemos la Palabra de Dios para nosotros, de manera que también nuestra vida introducida en la presencia de Dios por las manos benditas de María sea don para los demás.

2.1. El ofertorio en el Templo (2,22-24)

Esta es la primera vez que Jesús entra en el Templo. Así lo había profetizado Malaquías: “Y enseguida vendrá a su Templo el Señor a quien vosotros buscáis” (Ml 3,1b).

El evangelio comienza diciendo que, en la presentación del Niño Jesús en Jerusalén, María y José proceden “según la Ley de Moisés” (2,22.23.25). Allí van con dos finalidades:

(1) Hacer la “consagración al Señor” de Jesús (2,23). Siendo Jesús el hijo primogénito (ver 2,7), le pertenece a Dios. Así lo establece Éxodo 13,2.12-15.

(2) Ofrecer el sacrificio por la “purificación” de la Madre: “cuando se cumplieron los días de la purificación” (2,22a). Así lo determina Levítico 12,1-8.

2.1.1. Una consagración especial

¿Por qué el hijo primogénito es consagrado a Dios? Porque todo y todos le pertenecen al Dios creador, de quien proviene la vida. El hijo es un regalo de Dios.

En los rituales del Antiguo Testamento, el “sacrificio” de animales tiene como finalidad simbolizar la restitución a Dios de lo que previamente se ha recibido de Él. Con mucha precisión la Ley prescribe que los primogénitos de los animales deben ser ofrecidos en sacrificio, en cambio los niños primogénitos se rescatan con dinero (ver Números 18,15-17).

Llama la atención en nuestro texto que no se dice que Jesús haya sido rescatado, sino “presentado”, es decir, “consagrado” al Señor. Esto se explica por el hecho de que Jesús le debe el origen de su propia existencia al poder creador de Dios. Por eso Jesús le pertenece a Dios de una manera singular. Efectivamente el Ángel le había dicho a María: “El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (1,35).

2.1.2. Por las manos de su madre

Jesús es introducido solemnemente en un lugar que le es propio: el Templo, signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Jesús está en la casa de su Padre (ver 2,49). Allí Jesús se ofrece a su Padre, pero por las manos oferentes de su madre.

Es interesante que Lucas junte la ofrenda del hijo con la purificación de María. La norma pide que se ofrezca un sacrificio por su purificación, concretamente un cordero y un pichón de paloma (Levítico 12,8).

Pero de María se dice que ofrece un par de tórtolas (o dos pichones), lo cual era una concesión especial que se le hacía a los más pobres que no tenían cómo adquirir el cordero (Levítico 5,7: “Cuando los recursos no alcancen…”). Por tanto la Madre oferente es una mujer pobre que sabe dar.

Al ofrecer el sacrificio correspondiente, se nos recuerda que María es verdaderamente madre, que vive en condiciones de pobreza y que su corazón está profundamente adherido a la voluntad de Dios manifestada en la Ley.

2.2. Una galería de personajes en torno a la consagración

La entrada de Jesús en el Templo no pasa desapercibida. Por medio de él ocurre también la entrada del fuego de la esperanza que proviene del Espíritu Santo en quienes lo rodean. De hecho, es significativo que al mismo tiempo que el niño Jesús viene al Templo, también el anciano Simeón “movido por el Espíritu, vino al Templo” (2,27).

Tanto Simeón como Ana, ambos laicos, tienen una visión especial de Jesús en aquel momento, que llena de alegría sus vidas que ya están casi en el ocaso. Ambos le dan voz al acontecimiento captando su gran alcance.

La presencia del recién nacido es signo de esperanza para el anciano, quien normalmente mira mucho hacia atrás y poco hacia delante.

¿Qué le sucede a cada uno de ellos?

2.2.1. Simeón: acoge entre sus brazos el gran don de Dios (2,25-32)

De Simeón -conocemos su personalidad espiritual: (1) Justo y piadoso; (2) esperaba la consolación de Israel; (3) estaba en él Espíritu Santo (ver 2,25).

Lo que llama la atención es que, en contraste con los sacerdotes del Templo, Simeón aparece como un hombre sensible a la novedad de la presencia de Dios en el pequeño niño, precisamente allí en el lugar que le es propio.

El evangelista Lucas nos muestra que precisamente porque reúne todas las características enumeradas es que Simeón puede vivir la grandeza del momento: él sabe ver en profundidad y captar el instante preciso de la venida de la consolación.

El perfil que se nos da de Simeón no es algo secundario: es una persona orante que escucha la Palabra de Dios y es fiel a ella, que es perseverante en la espera de la consolación y sensible a las revelaciones y mociones del Espíritu Santo. Él sabe callar y aguardar, sabe escuchar y acoger, sabe vivir los silencios pero también hablar.

La entrada del niño Jesús en el Templo, entonces no lo toma desprevenido: “Cuando los padres introdujeron al niño Jesús… le tomó en brazos y bendijo a Dios” (2,27-28). ¿Cuántos niños recién nacidos debía haber? Simeón apenas lo ve lo capta y exulta de alegría abrazando la aurora de la salvación, de la luz que ilumina a su pueblo y a todo el mundo.

Enseguida el anciano hace avanzar la serie de proclamaciones que se han venido haciendo acerca de Jesús desde que comenzó el Evangelio: el Ángel lo presentó en la anunciación como el Hijo del Altísimo y como el que reinaría para siempre sobre la casa de Jacob (ver 1,32-33); los pastores, representantes de los pobres del pueblo, en la noche de la navidad recibieron el anuncio de que Él era el Salvador, el Mesías y Señor (ver 2,11); ahora Simeón ve que la misión de Jesús va mucho más allá de la casa de Jacob y lo proclama abiertamente:

(1) Lo reconoce como el portador de la “salvación” para él (2,30) y para todos los pueblos (2,31).

(2) Lo anuncia como “luz” de los paganos y “gloria” de Israel (2,32).

Como Simeón, el consagrado testimonia la apertura al misterio de Dios, calla y capta con fina sensibilidad espiritual la presencia del Señor, sabe acoger el don de Dios y celebrarlo luego en alta voz. Simeón, quien sabe vivir la larga noche oscura de la fe en la espera de la plenitud de la consolación, nos enseña todas estas actitudes claves para la experiencia de Dios en la novedad de Jesucristo.

Es así como se adquieren las mejores disposiciones para “ver” en primera persona “la salvación” y llevar su fuerza iluminadora y renovadora a los rincones más oscuros y necesitados de la amplia geografía humana.

2.2.2. Ana: testigo de la esperanza (2,36-38)

Otra persona que sabe de esperanza. Junto al varón aparece ahora una mujer: Ana, cuyo nombre en hebreo significa “dotada de gracia”, es la hija de Fanuel, que significa “rostro de Dios”.

De ella se dice expresamente que era una “profetisa” (2,36a). Ella, después de su viudez, se consagró completamente al Señor: “No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones” (2,37).

Ella está allí, quiere contemplar el rostro de Dios y es imagen de Israel y de toda la humanidad que espera la venida del Redentor.

También como Simeón, ella se destaca por su perseverancia –que es la terquedad del amor-, está con Dios pero aún así continúa buscando, esperando con ayunos y vigilias, con dolor y deseo, la realización de la promesa.

Igualmente Ana está allí en la hora precisa, “como se presentase en aquella misma hora” (2,38a), y percibe la realización de la esperanza.

Por lo que significa para ella misma, ella “alaba a Dios” (2,38b); por que el suyo es un pueblo que aguarda la venida del Mesías, ella “hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (2,38c).

Así como Ana, el consagrado es una persona que sabe vivir contemplativamente el misterio de la espera. Él mira hacia delante: la plenitud de la manifestación de la gloria que todavía no se ha revelado.

Porque es testigo de lo definitivo (decimos técnicamente: “escatológico”), la vida del consagrado es una protesta silenciosa contra un mundo en el que hay gente que a ratos parece que le agotan las ganas de vivir y pierde los horizontes.

El consagrado está ahí con su presencia, su oración y su acción, para decir que este mundo no es justo, que no es todavía el que Dios quería y por tanto que debe venir un mundo diferente parecido al que el Creador y Rey soñó, un jardín de la vida. En la espera de lo definitivo éste es el compromiso.

3. María: la ofrenda más alta en comunión con la Cruz del Hijo (2,33-35)

La presencia y las palabras de Simeon a María merecen una atención especial.

De los ancianos pasemos de nuevo a la joven madre. Esta fiesta de la Presentación del Señor también es una fiesta de María.

A la luz del misterio de su Hijo, María –en estrecha comunión con Él- aparece una vez más como la discípula fiel que lo sigue hasta las últimas consecuencias.

Este discipulado de María no está separado de una nueva expresión de su maternidad: será plenamente “madre” ofreciéndolo y ofreciéndose con Él en la hora dolorosa.

3.3.1. Las palabras proféticas de Simeón a María: como si fuera una nueva anunciación

Después que Simeón exalta la grandeza de aquel que ha venido al mundo en las circunstancias más bajas y tiene en sus brazos como un débil niño, del anuncio de “gloria” pasa al de la “cruz”. José y María que estaban “admirados” (2,33) ahora escuchan: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción” (2,34).

Hasta ahora todo habían sido felicitaciones y espléndidas afirmaciones sobre el niño, en este momento la profecía de Simeón tiende un manto oscuro sobre el destino de Jesús. Su venida al mundo generará efectos contradictorios entre la gente: condenación para unos y salvación para otros.

Jesús no es propiamente un Mesías alabado por todos sino uno que encuentra en su camino fuertes resistencias y rechazos. La hostilidad lo llevará hasta la muerte.

María, quien ha estado estrechamente unida a los orígenes –la concepción, el parto, la protección del pequeño amenazado- también lo estará con relación al destino de Jesús, como lo dice la misteriosa palabra de Simeón: “¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!” (2,35a).

Palabras fuertes escucha María de parte de Dios cuando se le anuncia abiertamente el misterio de la Cruz. Dos palabras con amplio alcance simbólico merecen destaque. Simeón dice que:

(1) Ella también estará allí –en la hora cruel de la muerte de Jesús-  con su “alma”, o sea con su vida íntima y total (la iconografía cristiana la ha representado con un corazón). La vida de Jesús es también su vida.

(2) Allí, en lo hondo, ella será herida. La “espada”, instrumento para herir y matar, es por naturaleza hostil a la vida. La hostilidad que experimentará Jesús también traspasará a María y le dolerá hasta lo más profundo. La herida de Jesús es también su herida.

Un arco se establece entre las primeras palabras del Ángel Gabriel y las últimas de Simeón: la Madre no sólo experimenta una gran alegría –“Alégrate” (1,28)- sino también un gran dolor –“Una espada te atravesará el alma” (1,35ª)-.

María entonces es perfecta discípula y madre que acompaña a Jesús no sólo en los gozos del Reino sino en los dolores de su parto.

La comunión entre Jesús y María es total. Como exclamaba santa Catalina de Siena:
“¡Oh dulcísimo Amor,
aquella espada que recibiste en el corazón y en el alma
fue la misma espada que atravesó el corazón y el alma de tu Madre!”.

3.3.2. Una ofrenda “Eucarística”: María modelo de todo consagrado

Una relación “cordial” con Jesús

La imagen fuerte del “alma traspasada” por el dolor del Hijo, nos dice de qué tipo debe ser la auténtica relación con Jesús.

Un discípulo no mantiene una relación fría y distante con Jesús, sino al contrario, puesto que vive tocado profundamente por Él, la suya es una relación intensa animada por la escucha, la oración, la opción, la vida según sus valores, la misión.

De esta manera, discípulo es aquel que se abre con su vida entera a todos los aspectos del destino de Jesús, nada de Jesús –ningún estado ni misterio del Maestro- le es indiferente.

En este sentido María es claramente modelo de todo “consagrado”, quien es llamado no sólo para ser un servidor eficiente sino ante todo un amigo fiel de Jesús, es decir, una persona que se la juega toda por el Maestro participando de sus oscuridades, sufrimientos, humillaciones y rechazos en medio de todas las contradicciones internas y externas que le acarrea la opción radical por Él.

En otras palabras, aquellos que redescubren el misterio de su identidad personal en el “don” –el ser “vida ofrecida” a Dios para darles vida a los hermanos- están llamados a ser perfectos enamorados de Jesús, gozando el ser como él, asumiendo en el dolor el costo del amor.

En “comunión eucarística” con Jesús

Pero es sobre todo de cara a la Cruz eucarística del Maestro que esta maravillosa página de la “Presentación” de Jesús nos da su mejor lección. María entra en “la ley de la Cruz”, que no es otra que la dinámica del dar para recibir, la del perder para encontrar, la del morir para vivir, la de la pobreza total para poseerlo todo.

Lo que sucede en la Cruz está significado y actualizado en cada Eucaristía.

La imagen del “alma” atravesada por la “espada” del dolor de la Cruz, de la entrega absoluta nos da también una lección Eucarística. María vive así la más perfecta simbiosis con Jesús: aquella que hizo latir el corazón del hijo cuando le dio vida en su vientre, ahora –con impulsos de amor y de dolor- deja que su corazón palpite al ritmo del corazón de su Hijo Crucificado.

María no solo ofrece agradecida –eucarísticamente- a su Hijo en el Templo, ella también se ofrece como don total para Dios. María no solo consagra a su Hijo a aquel que está en el origen de su vida y de su misión, ella también se consagra junto con Él en una comunión perfecta de vida y de misión.

Y esta es precisamente la dinámica interna de la Eucaristía: los dones que llevamos al altar no son cosas externas sino signo de una vida entera que se está dando porque el corazón está “atravesado” por el amor total, puro e intenso de la Cruz de Jesús. Ninguna oblación tiene sentido pleno ni alcance salvífico fuera de la de Jesús en la Eucaristía, porque nadie puede “entregarle” su vida a Dios sino no es dentro de la entrega más perfecta de Jesús en la Cruz.

¡Y qué bello celebrar la fiesta de la Presentación del Señor en el marco de una celebración eucarística! La vida consagrada –provocación profética para que el mundo entero se haga discípulo de Jesús- encuentra su identidad más profunda en la Eucaristía.

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