La pasion segun san mateo 7 parte

PASO A PASO EN LAS ÚLTIMAS HORAS DE JESÚS

Estudio de la Pasión según san Mateo (Mt 26-27)

(Séptima lección)

 

 

  1. Fidel Oñoro, eudista

 

 

 

 

 

En la lección anterior dos detuvimos en el momento más alto del relato de la Pasión: la muerte del Hijo de Dios. Hay que recalcarlo: para el evangelista Mateo, esta no es cualquier muerte, es la muerte del Hijo de Dios.

 

Volvamos sobre ese instante cumbre y veamos cómo los eventos posteriores a la muerte se encargan de darnos nuevos datos sobre el sentido de esta muerte sublime.

 

 

Pero Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu” (27,50)

 

El momento de la muerte lleva con sorprendente rapidez, como sucede frecuentemente. Jesús “gritó de nuevo” y “exhaló el espíritu”.

 

Mateo parece haber escogido con cuidado estas palabras secas y sin adorno de ningún tipo. En el pasaje paralelo de Mc, Jesús parece morir con un simple grito (15,37: “exhalando con gran voz, expiró”). No hay palabras, ningún intento de dominar o de persuadir, justo en el instante en el que la vida del Hijo del hombre es dada por muchos (20,28).

 

Conviene ir todavía más despacio en el análisis. ¿Qué distingue la muerte de Jesús en Mateo?

 

Mateo le ha hecho cambios sutiles a la sobria descripción de Marcos. Jesús no “emite un fuerte grito”, como dice Marcos; sino que “grita de nuevo”.

 

Un fuerte grito

 

El verbo griego “krázō”, “gritar en voz alta”, es el mismo que usa con insistencia en el Salmo 22 para describir la oración desesperada del justo (ver Salmo 22,2.5.24). Es particularmente significativo el v.25:

“Pues [Dios] no desprecia ni desdeña

la miseria del mísero,

ni le oculta el rostro;

cuando a Él clama, le escucha”.

 

La repetición de la oración sálmica

 

Nuestra atención se centra también en la palabra “de nuevo”: el primer grito de Jesús estalló cuando pronunció el primer verso del Salmo (v.46: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”). Ahora el lamento irrumpe “de nuevo”. Mateo, por tanto, da un significado al grito sin palabras de Jesús. El segundo es igual al primero. Deja entender que Jesús muere con el lamento del Salmo 22 sobre los labios.

 

Parece también que el espíritu de la oración del Salmo 22 guía la descripción realizada por Mateo en el instante de la muerte, cuando Jesús “exhaló el espíritu”.

 

La exhalación del espíritu

 

Mate se diferencia también de la versión de Marcos en el hecho de que cambia el verbo “expirar” (Mc 15,37), por “exhalar”.

 

Analicemos. La palabra griega “pneuma”, “soplo” o “espíritu vital”, usada aquí, expresa una concepción hebrea de la vida humana. El soplo de vida es un don de Dios hecho al género humano desde el primer instante de la creación (Gn 2,7). Este soplo de vida, no obstante sea el núcleo vital de la existencia humana, pertenece a Dios; y al término de cada historia humana debe ser entregado “a Dios quien lo ha dado” (Eclesiastés 12,7; ver todos matices del término “Rúah”). El Salmo 104 capta esta soberanía de Dios sobre toda vida (104,27-30: en la versión griega de este Salmo tanto “soplo” como “espíritu vital” se traducen como “pneuma”).

 

La “Rúah” evoca viento y espacio, indica lo que separa a Dios del hombre y al mismo tiempo el espacio vital que Dios posee y del cual el hombre participa en cuanto vive. La “Rúah” es un espacio invisible, una atmósfera exterior al hombre que, evitando toda fusión con Dios, le permite vivir.

 

Pues bien, “entregando el soplo de vida” a Dios, el Jesús de Mateo muere con un acto de obediencia.

 

Este el mismo soplo de vida que le había movido desde el inicio del relato del Evangelio. Mateo ha venido afirmando con insistencia que Jesús es consciente del acercamiento de la pasión, así lo vimos:

– en el firme propósito de Jesús de afrontar aquel “kairós”;

– en sus gestos y sus palabras elocuentes sobre el pan y el vino;

– en la intensa oración de sumisión en el Getsemaní y el espíritu de unión con el Padre que moldeaba;

– en la insistencia sobre la oportunidad de que “se cumplieran las Escrituras” en el momento del arresto;

– en la impávida confesión de la propia misión ante el sanedrín y ante Pilato.

 

En fin, todos estos elementos del relato muestran a un Jesús consciente que afronta voluntariamente la cruz en el espíritu de reverente obediencia a Dios y a la misión de salvación que Dios le pidió.

 

Ahora todo el compromiso de su vida es condensado en un grito de muerte, en una oración cargada de agonía y de fe. Y, con el grito, el extremo acto de coherencia: el sacro soplo de vida del Hijo de Dios es restituido a la custodia del Dios que se lo había dado.

 

 

“Y he aquí…” (27,51)

 

Una oración semejante no podía permanecer sin ser oída. Si el espíritu del lamento del Salmo 22 había animado la primera parte de la escena de la crucifixión, el espíritu de confianza en la respuesta, propio de la segunda mitad del Salmo, domina después la conclusión de la escena misma. La frase: “Y he aquí”; 27,51, conecta los acontecimientos al instante de la muerte. ¿Cuáles?

 

En el instante de la muerte de Jesús, sobre la tierra detonan una serie de signos terribles (27,51-53).

 

Estos eventos posteriores a la muerte, “Lo que pasaba” (como se dice en el v.54), están descritos con verbos en pasivo, dejando entender implícitamente que Dios es el autor; esta acción implícita de Dios en un verbo en pasivo es lo que técnicamente se denomina “pasivo teológico”. Notémoslo:

  • El velo del santuario fue rasgado en dos
  • La tierra fue estremecida
  • Las rocas fueron hendidas
  • Los sepulcros fueron abiertos
  • Los muertos fueron resucitados
  • Los muertos fueron manifestados

 

Se trata de signos cósmicos tremendos, que aquí se presentan como la respuesta de Dios a la oración de Jesús.

 

Excepto el del velo del Templo que se rasga de arriba hasta el fondo, que también se menciona en Mc y Lc, estos “signos” se encuentran solamente en Mt y revelan su interpretación particular de la muerte de Cristo.

 

En el texto griego todos ellos están conectados dentro de una misma frase, de manera que se inicia con el rasgarse del velo del Templo, luego por el terremoto y así, sucesivamente, por el despedazarse de las rocas, por el abrirse de los sepulcros, por la resurrección de los santos y por la aparición de estos a mucha gente en Jerusalén, esto último ocurre después de la resurrección de Jesús (27,51-53).

 

La resurrección de los “santos”, por tanto, es el vértice al cual conduce la serie de eventos. Cada uno de estos hechos –o signos– tiene un significado particular que merece comentario:

 

 

El velo del Templo (27,51a)

En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo”

 

El único fenómeno que tiene paralelo en Mc es el rasgarse del velo del Templo “de arriba abajo” (27,51).

 

Presumiblemente el velo al cual se refiere es el que caía ante el “Santo de los santos”, que marcaba el límite entre lo externo y la parte reservada del santuario, donde se guardaba el arca de la alianza y el maná, y donde no podía entrar ningún israelita excepto el sumo sacerdote, una vez al año, para fiesta del Yom Kippur.

 

El primer efecto es la ruptura de esta barrera sacra. Ninguno de los dos evangelistas comenta el significado de este hecho tan extraordinario. En el caso de Mc se puede deducir que este hecho es ante todo un signo del juicio sobre el Templo de Jerusalén. Lo que Jesús había realizado en Jerusalén poco antes de su arresto, había preanunciado la condena del Templo: así como el higo, maldito porque no daba fruto, el Templo “hecho por mano de hombre” sería despedazado para cederle el puesto a un templo nuevo y espiritual “no hecho por mano de hombre”. Aquel templo habría sido la comunidad misma, abierta a gente de todas las naciones (ver Mc 11,17).

 

Para Marcos, por tanto, el rasgarse del velo es un signo de juicio sobre el Templo “hecho por mano de hombre”. Quiere decir que, después de la muerte de Jesús, la presencia de Dios no está más confinada en el “Santo de los santos”, sino que está presente en el cuerpo del crucificado y en la comunidad reunida en su nombre.

 

También, según Marcos, la aclamación del centurión que reconoce en Jesús al “Hijo de Dios” (Mc 15,39) confirma esta manifestación divina. Por tanto, se trata de una “apertura” que ofrece un nuevo acceso a Dios; pero para el Templo en sí tal “apertura” es un signo de condena.

 

El significado de la laceración del velo del Templo es semejante en Mateo. Si bien él no mantiene la misma distinción de Mc con relación a un templo hecho o no hecho “por mano de hombre”, y ha presentado el comportamiento de Jesús en el Templo más como una purificación que como una condena, su Evangelio prevé un juicio final que desciende sobre el Templo en conexión con la muerte de Jesús (ver 21,43: la viña se le dará a un pueblo que la haga fructificar; 23,38: la casa de Jerusalén –maldita- quedará desierta; 24,2: no quedará piedra sobre piedra).

 

Evidentemente Mateo y su comunidad interpretan la destrucción del edificio sacro operada por los romanos en el 70 dC, como una punición divina por el rechazo de Jesús y de su mensaje (ver 27,24-25).

 

También es importante el hecho de que en Mateo se predijo la destrucción del Templo como uno de los acontecimientos que anuncian el fin del mundo (24,2).

 

Esto ayuda a Mateo a conectar este signo con los otros signos cósmicos que siguen. Todos pertenecen al género de eventos que el judaísmo esperaba para el juicio final. Por tanto, el prodigio del velo no solo señala el fin de la era del Templo –por culpa de la infidelidad del pueblo de Dios–, sino la inauguración de una era de gracia nueva y definitiva.

 

La línea de demarcación entre la era vieja y la nueva son la muerte y la resurrección de Jesús. En este sentido, el rasgarse del velo tiene también un significado positivo: es una puerta de entrada, un acto liberador, que estará unido como los anillos de una cadena a otros acontecimientos que se desencadenan hasta la salida de los muertos de las tumbas.

 

 

El temblor de tierra (27,51b)

“Tembló la tierra y las rocas se hendieron”

 

Estos otros eventos muestran cómo el impacto de la muerte de Jesús repercute hasta en las profundidades de la tierra.

 

Algunas tradiciones hebreas hacían un parangón entre el velo del Templo y la cúpula celestial. Según esto, habría una unidad orgánica entre el velo –los cielos–, entre la tierra que se hace añicos y el abrirse de los sepulcros, como el equivalente de una sola gran apertura cósmica (ver A. Pelletier, “La tradition synoptique du ‘voile déchiré’ a la lumiere des realités archeologiques”, Revue des Sciences Religieuses 46 (1958) 162-180).

 

La tierra tiembla, las rocas se despedazan (27,51), ambos son fenómenos asociados con el fin del mundo tanto en la Biblia como en la literatura intertestamentaria.

 

Mateo también se vale de este simbolismo en el discurso apocalíptico de Jesús, cuando los “terremotos” aparecen en la lista de las señales que le dan comienzo a los “dolores” del nacimiento de la Nueva Era (24,8).

 

Pero en el Evangelio de Mateo el sacudirse de la tierra se verifica también en otros momentos particulares en los cuales el poder divino se hace sentir (“sismo”: ver 8,24; en vez de la “borrasca” de Mc 4,37). El poder divino sobre las fuerzas de la naturaleza se manifiesta en Jesús y él salva a sus discípulos del caos que los amenaza. Otro gran terremoto ocurrirá cuando un “ángel del Señor” venga a rodar la piedra de la entrada del sepulcro de Jesús, detalle que sólo aparece en Mt (28,2).

 

 

 

 

El despedazarse de las rocas (27,51c)

“Y las rocas se hendieron”

 

Este signo prepara el signo extremo de la resurrección. Jesús mismo será depuesto en una tumba “excavada en la roca” (27,60), un tipo de sepultura común en Israel. Los acontecimientos tremendos que ahora irradian de la muerte obediente de Jesús no son destructores, sino liberadores, porque abren los sepulcros que contienen los “santos” de Dios.

 

 

La resurrección de los “santos que estaban dormidos” (27,52)

“Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron (fueron despertados)”

 

Según algunas tradiciones hebreas, la resurrección de los justos era también un signo del fin de los tiempos.

 

Esta expectativa es lo que Mateo evoca cuando describe las tumbas que se abren y el despertar de los cuerpos de los “santos” que se habían “dormido” (27,52).

 

Dos textos específicos del Antiguo Testamento pueden haber influenciado a Mateo. El de Daniel 12,1-2, que concluye su visión del fin de los tiempos con una descripción del juicio universal que retoma esta misma imagen. También el de Ez 37,11-14, la visión del valle de huesos descalcificados en el desierto salvaje, entonces –según la interpretación de la visión– las tumbas se abren.

 

La visión de Ezequiel es una garantía de esperanza para un pueblo destruido por el exilio; así como la visión apocalíptica en Daniel era una afirmación del triunfo final durante los días oscuros del dominio griego en Israel. Yahvé habría intervenido para soplar una nueva vida sobre las esperanzas frustradas transformando de nuevo a los israelitas en un pueblo y trayéndolo a su tierra.

 

La arqueología ha demostrado que la sorprendente visión de Ezequiel fue interpretada casi enseguida desde una perspectiva mesiánica, esto es, que sería el Mesías quien infundiría el Espíritu de Dios en el pueblo y conducirlo a la salvación. Así lo atestigua una antigua representación que se encuentra en una sinagoga del s.III dC, en Dura-Europos.

 

Esto es lo que parece hacer Mateo aludiendo a este texto bíblico, a la luz de la muerte obediente de Jesús. A través de la muerte y la resurrección de Jesús, Dios ha realizado la salvación final prometida a Israel. Un pueblo nuevo, construido sobre “santos” que se habían dormido en la muerte, en espera de la redención de Dios, ahora habría sido hecho resurgir.

 

Las antiguas esperanzas que habían forjado tanto el sueño de liberación de Ezequiel, como la visión del triunfo último que tuvo Daniel, se han realizado ahora en el tiempo final, que ha llegado a través de Jesús.

 

 

 

6.3. Los eventos posteriores a la muerte de Jesús: los guardias y las mujeres que se constituyen como “testigos” (27, 54-56)

 

 

6.3.1. La confesión de fe del centurión (27, 54)

 

54Por su parte, el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios»”

 

La desconcertante cadena de prodigios tiene por testigos “el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús”.

 

Mateo enriquece la escena, ampliando la versión de Marcos. Un grupo de los verdugos había permanecido sentado en actitud de espera para observar los acontecimientos que vendrían sobre el Gólgota (27,36). Ante el “terremoto” y lo que “pasaba”, estos soldados, gentiles, se llenan de “gran temor” y gritan al unísono: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”.

 

Mateo ha escogido cuidadosamente las palabras para describir este versículo de importancia decisiva y transformarlo en una conclusión coral de la entera escena de la crucifixión. Una vez más parece reconstruida la atmósfera del Salmo 22. Jubiloso por la fidelidad de Dios, el orante había elevado una alabanza (ver Salmo 22,28-29).

 

En la versión de Mc, la exclamación proviene de un solo centurión, que es el primer ser humano del evangelio que reconoce a Jesús como el “Hijo de Dios” (15,39). Pero en Mt son muchos testigos, los primeros de las “familia de los pueblos” que habrían confesado a Jesús.

 

Lo que causa la exclamación es distinto en Mc y en Mt. En Mc el centurión “Ve a Jesús expirar así” “de este modo” (15,39), para un romano se convierte en una revelación: la “debilidad” del crucificado mientras da totalmente su vida, manifiesta la potencia de Dios. Esta revelación que pasa inadvertida para los adversarios de Jesús, que verían y creerían sólo si Jesús se bajara de la cruz (ver Mc 15,32).

 

En cambio, según Mt, el centurión y sus compañeros lanzan la exclamación porque asisten al terremoto y a la serie de signos cósmicos que estallan en el momento de la muerte de Jesús. Esto suscita un “gran temor”, una actitud de reverencia religiosa que frecuentemente envuelve a los testigos de las manifestaciones divinas en la Biblia (por ej: Mt 9,8; 17,6; 28,8).

 

De ahí que para Mt estos acontecimientos son la respuesta de Dios a las afrentas lanzadas contra el Hijo de Dios por parte de sus adversarios:

– Caifás, el sumo sacerdote, le había tomado la declaración a Jesús con juramento si era: “El Hijo de Dios”, sólo para rechazar la respuesta de Jesús como una blasfemia (26,63-66).

– También en 27,40 cuando era izado en la cruz le preguntaron si era Hijo de Dios.

– Igualmente, en 27,43 le sacan en cara el llamarse “Hijo de Dios”.

 

El lector del evangelio lo sabe: Jesús es el Hijo de Dios. Lo declaró la voz del cielo (3,17; 17,5) y con ese título los discípulos y Pedro habían confesado la verdadera identidad de su maestro (14,33; 16,16). Pero ahora, aquel que estaba dotado de poderes divinos, había dado su vida y pendía impotente de la cruz. La muerte parecía haber despojado a Jesús de su identidad de predilecto de Dios.

 

La muerte pone en duda todo vínculo de parentela y Mateo presenta la lucha final de Jesús exactamente en estos términos. Pero los signos cósmicos de la nueva vida que irrumpen de la tumba son la respuesta a la confianza de Jesús y atestiguan que el amor fiel a Dios no pude ser superado y mucho menos por la muerte.

 

El temor reverencial de los guardias romanos y su exclamación que proclama el perdurar de su filiación, son el comentario final sobre la validez de la Buen Nueva.

 

 

6.3.2. Las mujeres (27,55-56)

 

55-56 Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo”

 

Mateo asocia a estos testigos gentiles la presencia de “muchas mujeres” que “estaban mirando desde lejos” (27,55).  El Evangelio las identifica con aquellas que habían “seguido a Jesús desde Galilea para servirlo”, una sobria descripción de grupo fiel de Jesús.

 

Mateo reserva una atención especial a las mujeres de esta nueva comunidad al anotar algunos nombres significativos para su comunidad: entre las que están en el Gólgota se cuentan tres Marías: la magdalena, la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Curiosamente dos ellas son madres y, más aún, madres de discípulos.

 

En Betania, justo en el comienzo del relato de la pasión, una mujer sin nombre se había aproximado a Jesús, para servirlo, ungiéndolo para la sepultura, a pesar de las protestas de los otros discípulos (26,6-13). Ahora la historia llega a la conclusión con otro grupo de personajes “extraños” que han hecho una sola breve aparición en el drama del evangelio y todavía parecen dar un ejemplo de las auténticas cualidades del discípulo, en una manera que trasciende –y de lejos- a los otros con roles más prominentes. Los apóstoles y Pedro han huido, pero estas permanecen.

 

Dos de las Marías nombradas van al sepulcro acompañando el cuerpo de Jesús (27,61) y el día después del sábado serán las primeras en descubrir la tumba vacía y encontrar al resucitado (28,1-10). El Hijo que revelaba al Padre sólo a los “pequeños”, habría confundido de nuevo a “los sabios y a los inteligentes” (11,25).

 

La cruz es la hora de los “pequeños”, de los marginales que salen a luz.

 

No nos extrañe esto. La pasión según san Mateo también tiene aquí una revelación cumbre. A lo largo de los evangelios ha sucedido lo mismo: personajes que aparecen en segundo plano resultan ser los mejores ejemplos de la auténtica respuesta a la Buena Nueva, y casi siempre en contraposición con la respuesta defectuosa o fallida de figuras más centrales, como la de Pedro, por ejemplo.

 

A lo largo del evangelio son estos personajes secundarios los que más creen:

– Es el caso de los magos, personas paganas que vienen de lejos, quienes aparecen en contraposición con la hostilidad de Herodes y de su corte en Jerusalén (2,1-18).

– Es el caso de la fe valiente del centurión, en contraste con la fe de Israel (8,5-13).

– Es el caso de la mujer cananea, en contraste con los fariseos que lo atacan con sus puntualizaciones sobre la ley (15,21-28; 15,1-20).

– Es el caso de la respuesta masiva de pecadores y de marginados que buscan a Jesús, en contraposición con la hostilidad de los jefes (11,11-16; 12,28-32).

 

Estas son apenas algunas de las ocasiones en que Mateo usa “ejemplos de contraste” para hacernos comprender el significado de lo que cómo es un discípulo de Jesús.

 

El hecho de que estos ejemplos vengan de espacios más marginales o que aparezcan de improviso, tiene un efecto escénico eficaz que, sobre todo, proclaman un aspecto profundo del Evangelio que Mateo pone en evidencia, que quien se auto-declara iniciado casi siempre no sabe captar el momento de gracia, mientras que quien es descartado al final resulta ser el más abierto.

 

En fin, en el relato de la pasión, estos contrastes son llevados hasta el extremo, con “extraños” que permanecen fieles y con discípulos que, como ocurre con los adversarios de Jesús, no responden a la gracia.

 

Esta es la hora de los pequeños por los cuales Jesús alababa al Padre: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños” (11,25).

 

 

6.3.3. Los guardias y las mujeres como marginados y como creyentes: La hora del nacimiento de la “ekklesía”

 

Aumentando el número de los soldados (cf. Mc 15,39) de uno a muchos y poniéndolos junto al grupo de mujeres que han estado presentes al pie de la cruz (27,55-56), Mateo parece ver en este grupo mixto de testigos la primera reunión de la comunidad puesta bajo la luz del triunfo de Jesús sobre la muerte.

 

Esta mezcla de hebreos y de paganos, es un preanuncio de la “ekklesía” que se debe formar en el nombre de Jesús. La realidad esencial de la Iglesia está en la participación en la muerte y en la resurrección de él.

 

Pero todavía hay más riquezas al respecto. Como anotamos anteriormente, dos de las discípulas que están al pie de la Cruz, también lo estarán en el anuncio de la resurrección: la Magdalena y la otra María (quizás la madre de los Hijos de Zebedeo; ver 27,61 y 28,1). La elección de los personajes realizada por Mateo pareciera querer subrayar la presencia de los dos testigos que la tradición hebrea requiere para el momento el que hay que hacer una declaración de hechos importantes.

 

Estos no son simples maniquíes puestos sobre la escena: el evangelista lanza una línea directa que, partiendo de la presencia fiel de las mujeres al pie de la cruz, pasa a través de la participación de ellas mismas como testigos de la sepultura y del hallazgo de la tumba vacía, y llega al encargo que les da de anunciar –ellas en primer lugar– la resurrección de Jesús al resto de los discípulos (28,7).

 

Su presencia fiel resalta en evidente contraste no sólo con la ausencia de los otros discípulos, sino con la presencia hostil e intimidatoria de los guardias puestos por los adversarios de Jesús (cf. 27,62-66; 28,11-15).

 

La importancia del rol y de la tarea de las mujeres está subrayada por la descripción, propia de Mateo, de su encuentro con Cristo resucitado (28,9-10).

 

En el evangelio según san Mateo, por tanto, las mujeres que han perseverado durante toda la pasión, son las primeras a las cuales les será confiada la misión de la comunidad y se convierten en mediación importante de reconciliación entre Jesús resucitado y los Once.

 

 

 

  1. Transición hacia la Resurrección: La “vigilia” en la tumba (27, 57-66)

 

 

En las dos escenas finales de la pasión según Mateo, la atmósfera baja los tonos dramáticos del episodio anterior. Después de los acontecimientos explosivos que rodearon la muerte de Jesús, la sepultura tiene algo de tocante, de íntimo (27, 57-61). Y los esfuerzos continuos de los jefes por oponerse a la influencia de Jesús (27, 62-66), aparecen débiles y bruscamente banales a la luz de las manifestaciones espectaculares que exaltan a Jesús sobre la cruz. Ambas escenas sirven también para proyectar al lector hacia la resurrección.

 

 

7.1. La sepultura (27, 57-61)

 

57Al anochecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús.

58 Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se le entregase.

59 José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia 60 y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca; luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue.

61 Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro”.

 

Según el estilo característico de Mateo, el relato de la sepultura se limita a lo esencial, omitiendo un cierto número de detalles que se encuentran en Mc, como la descripción bastante compleja de del tiempo (Mc 14, 42) y la alusión al estupor de Pilatos por muerte rápida de Jesús (15, 44-45).

 

La versión de Mt se amolda a un espíritu distinto del de Mc. El hombre que va a sepultar a Jesús no es un “miembro respetable del Consejo” ni su gesto de piedad es un signo de una búsqueda del “Reino de Dios” (cf. Mc 15, 43). En el relato de Mateo, José de Arimatea es un “hombre rico” y un “discípulo” (27, 57). Ambas descripciones se adaptan a la perspectiva del evangelista. Muchos intérpretes de este evangelio han notado una sutil orientación hacia los ricos, y observan que quizás la comunidad de Mateo comprendía miembros de la clase alta. José es un miembro de la comunidad dispuesto a arriesgar sus propios recursos económicos por amor de quien está en extrema necesidad: Jesús crucificado, identificándose con los “más pequeños” (25, 31-46). Para una persona rica, dar sepultura honrosa a alguien públicamente repudiado por las autoridades de Israel y ajusticiado por los romanos, eran en el mejor de los casos, un gesto imprudente, y en el peor, un exponerse peligrosamente.

 

El hecho de que José sea un “discípulo” y no un miembro del sanedrín –como en Mc (15, 43) y, aunque más explícitamente, en Lucas (23, 50-51)- prolonga la profunda división que Mateo ha trazado entre los seguidores de Jesús y sus opositores. Los discípulos son aquellos que asisten a su Señor con las acciones; mientras que los jefes judíos, portavoces de quien ha rechazado el Evangelio, quieren continuar sus intentos furtivos de oponerse al Mesías (cf. 27, 62-66).

 

Entonces, José, como su homónimo al comienzo del Evangelio, muestra su compromiso con Jesús, no con palabras retóricas, sino con hechos concretos (cf. Mt 1, 24; 21, 14; 2, 21; Para Mt la marca distintiva del auténtico discipulado son las buenas obras).

 

José va donde Pilatos y pide el cuerpo de Jesús. Pilatos ordena inmediatamente la entrega. Mateo hace notar la rapidez de la muerte de Jesús, como lo hace Mc (15, 44). El interés principal recae más bien sobre el hecho de la sepultura. José recibe el cuerpo –la palabra usada aquí es el término genérico soma, lo mismo que en la última cena (26, 26); Mc usa el término macabro de “cadáver” (“ptoma”, en griego) (cf. Mc 15, 45)- y lo envuelve en una “sábana limpia”, después lo pone “en su tumba nueva” (27, 59-60).

 

Los detalles descriptivos “limpia” y “nueva”, además del hecho de que la tumba le pertenezca personalmente a José, son matices que se encuentran sólo en Mt; completan la descripción de las posibilidades económicas del hombre “rico” y continúan demostrando la atención afectuosa que este discípulo le prodiga a Jesús. El discípulo le ofrece a Jesús lo mejor, y aún más, lo propio.

 

Terminada la sepultura, José hace rodar la “gran piedra” ante la entrada, sellando el sepulcro, y se va. Las dimensiones de la piedra no sólo atestiguan la correspondiente majestuosidad del sepulcro, sino que preparan también para las escenas que siguen. De hecho, el sumo sacerdote y los fariseos se preocupan por hacer sellar todavía mejor la tumba, temiendo (notemos la ironía) que Jesús y su mensaje puedan de alguna manera escapar a las cadenas de la muerte (26, 62-66): y el Ángel del Señor echará atrás precisamente esa piedra y se le sentará encima, triunfante, después de la resurrección (28, 2).

 

Dos de las mujeres que habían permanecido fieles a los pies de la cruz (cf. 27, 55-56), María Magdalena y “la otra” María, presumiblemente la “madre de Santiago y José”, nombrada en 27, 56, comienzan su vigilia sentadas en la gramilla frente a la tumba (27, 61).

 

Su actitud recuerda la de los soldados que se habían sentado ante la cruz para hacer la guardia a Jesús (27, 36). En cada caso, esta vigilia silenciosa es la señal de que hechos sorprendentes y extraordinarios están a punto de ocurrir sobre el escenario del evangelio y que van a abrumar a los testigos que se sientan a esperar.

 

 

7.2. La asignación de los guardias (27, 62-66)

 

62Al otro día, el siguiente a la Preparación, los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato 63y le dijeron:

            «Señor, recordamos que ese impostor dijo, cuando aún vivía:

            ‘A los tres días resucitaré’.

                64Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el tercer día,

            no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan luego a la gente:

            ‘Ha resucitado de entre los muertos’,

            y la última impostura sea peor que la primera».

65Pilato les dijo:

            «Tenéis una guardia. Id y aseguradlo, como ya sabéis».

66Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia”.

 

 

Este último episodio de la pasión y muerte de Jesús se encuentra sólo en Mt, y sirve eficazmente como contraste al bello ejemplo del discípulo fiel de la escena anterior.

 

El evangelista continúa describiendo los jefes como enemigos implacables de Jesús y de su mensaje. Su decisión firme de oponerse a Jesús, ratificada solemnemente durante el juicio romano (27, 25), va más allá de la muerte. Los sumos sacerdotes y los fariseos –las dos categorías preeminentes, que se habían contrapuesto a Jesús durante su ministerio en Galilea y en Jerusalén– vienen donde Pilatos para pedirle que sean puestos hombre como guardia del sepulcro.

 

La presencia de estos actores y el tono de la escena, nos recuerdan el juicio romano. También allí los jefes habían hecho presión sobre el reacio Pilatos, para que consintiera sus deseos (cf. 27, 11-26).

 

Es probable que haya sido el mismo Mt quien compusiera esta escena, en vez de sacarla de informaciones históricas específicas sobre dicho encuentro secreto. La afirmación de los jefes sobre el hecho de que los discípulos podrían robar el cuerpo de la tumba y que proclamaran falsamente su resurrección (27, 63-64) probablemente refleja las objeciones que los cristianos predicadores de la comunidad de Mateo habían oído levantar contra los cristianos a los judíos de ese momento. Esto parece estar implícito en cuanto el evangelista relata más adelante, cuando el sanedrín paga a las guardias para que declaren que los discípulos robado el cuerpo de Jesús (cf. 28, 11-15). “Así esta versión fue divulgada entre los judíos hasta hoy”, afirma Mt (28, 15).

 

Estos dos episodios conclusivos, por tanto, nos regalan dos interpretaciones de la tumba vacía, completamente distintas. Para los judíos que se oponían a los cristianos, la tumba era un engaño perpetrado por los discípulos de Jesús. En cambio, para los cristianos esta misma tumba vacía el día de la resurrección no es más que el signo es una obra de Dios: Dios que ha exaltado con triunfo, con su mano poderosa, la obediencia de su Hijo, exaltándolo a su derecha.

 

Dios recibe la obediencia de su Hijo con su mano creadora obrando la Resurrección. De esto nos ocuparemos en la siguiente y última lección.

 

En fin…

 

Hemos visto cómo concluye el relato de la Pasión y Muerte de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo. El narrador nos ha conducido hasta el momento en que el cuerpo del Mesías e Hijo de Dios ha sido depositado con todo respeto en la tumba. Un discípulo, no de los mayores sino de los parecían escondidos, ha sacado a la luz lo que significa ser discípulo. Este hombre coherente comparte con solidaridad lo propio, su propia tumba, con este hombre marginado y sufriente, a quien reconoce como su Señor.

 

Las mujeres, imagen de la Iglesia naciente, están en vigilia, despiertas, como las vírgenes sabias para esperar la llegada del amado, para asistir a la irrupción definitiva de la intervención del Padre sobre el cuerpo entregado de su hijo mediante la Resurrección.

 

El compositor alemán J. S. Bach nos dejó una joya que ha quedado en la lista de las piezas más hermosas de la historia de la música. Se trata del himno final de su oratorio “La Pasión según san Mateo” (BWV 244; estrenada en Leipzig el viernes santo de 1727).

 

  1. S. Bach se detiene contemplativamente en el gesto de amor de las mujeres frente al cuerpo inánime de su amado Jesús. La coral final canta una especie de canción de cuna que acompaña el reposo del cuerpo exánime de Jesús que ya descansa y que nos da descanso. Dice así:

“Wir setzen uns mit Tränen nieder

Und rufen dir im Grabe zu:

Ruhe sanfte, sanfte ruh’!

Ruht, ihr ausgezogenen Glieder!

Ruhet sanfte, ruhet wohl.

Euer Grab und Leichenstein

Soll dem ängstlichen Gewissen

Ein bequemes Ruhekissen

Und der Seelen Ruhestatt sein.

Höchst vergnügt

Schlummern da die Augen ein”

 

En nuestra lengua podríamos (sin las repeticiones) traducir:

 

“Llorando nos postramos

ante tu sepulcro para decirte:

Descansa, descansa dulcemente,

Descansad, miembros abatidos,

descansad, descansad dulcemente.

Vuestra tumba y su lápida

serán cómodo lecho

para las angustiadas conciencias

y lugar de reposo para las almas.

Felices, felices son tus ojos

que se cierran al fin”.

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