Jn 8, 21-30: La cruz es la escuela por excelencia de Dios, el ‘Yo Soy’

Lectio ‘Palabra vivificante’. P. Fidel Oñoro cjm

Jn 8,21-30: La Cruz es la escuela por excelencia de Dios, el ‘Yo Soy’

Jesús viene del Padre y a él retorna. Y retorna pasando por una cruz y llevándonos a nosotros hacia el Padre.

En este contexto, Jesús enseña: ‘Cuando el Hijo del hombre sea elevado sabrán que ‘Yo soy’, dice Jesús.

Pero por otro lado sus opositores lo cuestionan: ‘¿Tú quién te crees que eres?’.

En nuestra lectura de Juan podemos ver cómo la enseñanza de Jesús sobre su propia identidad avanza y, al mismo tiempo, cómo la presión contra él cada vez se pone cada vez más fuerte.

Fijémonos primero con quien habla Jesús, cuál es su auditorio. Ante Jesús aparecen ‘los judíos’ (8,22), una expresión que en Juan se refiere a los dirigentes del pueblo.

Es delante de este auditorio cualificado que Jesús pronuncia una de sus revelaciones más sublimes: ‘Yo soy’.

Esta revelación del nombre de Dios, que también significa ‘Yo estoy’ (contigo). Es la voz y la presencia que acompañó y sostuvo el camino del éxodo a partir de su revelación a Moisés en la zarza ardiente (Ex 3,14-15).

La verdad de esta afirmación se puso en juego, entre la fe e la incredulidad del Pueblo de Dios, a lo largo de toda la ruta pascual, entre Egipto y la tierra prometida.

Jesús quiere atraer a todos hacia la fe en él porque en el creer o no en él, se pone en juego la vida. Creer en el él como el ‘Yo soy’. ¿Qué quiere decir esto?

1. Cómo se abre paso la incredulidad

Ante todo notemos cómo va creciendo la resistencia ante Jesús.

Observemos los tres pasos marcados por el narrador:
– Crítica a las espaldas
– Pregunta irónica
– Silencio apático

Uno: ‘Los judios decían…’

Murmurando a sus espaldas, los judíos malinterpretan lo que Jesús dice (8,22). Tuercen el sentido de su dicho sobre su ‘ida’ (8,21), como si se tratase de una probable intención suicida.

Dos: ‘¿Quién eres tú?’

Con una pregunta directa a Jesús, ‘¿Quién eres tú?’ (8,25), le lanzan un desprecio.

No es que quieran profundizar en su identidad revelada. Con esa pregunta lo que le están lanzando es una bofetada: ‘¿Tú quién te cree que eres?’.

Este evangelio comenzó con una pregunta similar dirigida al Bautista (1,19.21.22), en aquella ocasión la pregunta indicaba cierta apertura a la fe. Pero ahora ocurre lo contrario.

Tres: Silencio apático

Con el silencio después de la respuesta de Jesús, comentada por el narrador como de ‘incomprensión’ (8,27), se puede ver lo distantes que los judíos están de Jesús.

No logran ver su vinculación con el Padre.

Jesús ya se los ha explicado de muchas formas. Por tanto, no se trata de una incomprensión por falta de capacidad cognitiva, sino de indisposición.

Pero notemos también una luz en esta escena: en medio de esta cerrazón, comienza a ocurrir también algo maravilloso.

Al mismo tiempo que una parte de los oyentes se va cerrando ante Jesús, otra parte llega a creer en él cuando capta la hondura de ‘lo que él dice’.

El narrador dice que estos son la mayoría: ‘Muchos creyeron en él’ (8,30). Y es con esta luz positiva que termina esta etapa del relato.

2. ¿Qué pasa si uno no cree?

Para el evangelio el no creer es el pecado por excelencia.

Es un pecado porque esta actitud es precisamente un negarse la vida, es un camino de muerte. Por eso Jesús dice dos veces: ‘Morirán…’ (8,21.24).

Es de muerte porque es el cerrarse a la trascendencia, porque mi futuro es un amor y sin él mi vida se pierde en vacío.

Es de muerte porque no creer es negarme a mí mismo ese futuro que está en la comunión con quien me ha generado y del cuál tiene sed mi existencia.

Mi destino tiene que ver con mi origen: Dios. Y no se trata aquí de cualquier experiencia religiosa, sino de lo Divino tal como lo ha dado a conocer Jesús, quien proviene de esa relación primera, intensa y sólida entre el Padre y el Hijo, el Verbo (Jn 1,1-2).

Por eso a Jesús no le da igual la manera como reciban su mensaje, le urge una respuesta positiva. Como quien dice: ‘Si no lo hacen ahora, cuando se den cuenta ya será muy tarde’.

Esta manera de proceder de Jesús tiene antecedentes. Algo parecido ocurrió tiempo atrás cuando el profeta Jeremías le advirtió al pueblo, pero ellos sólo reaccionaron y reconocieron la verdad de sus palabras cuando ya era tarde, cuando estaban en el exilio (Jr 34,2).

Pero hay un detalle más. En su discurso, Jesús distingue entre ‘el pecado’ (en singular, 8,21) y ‘los pecados’ (en plural, 8,24).

Con el singular connota el negarse la vida al no creer y con el plural explana las consecuencias de esta mala decisión fundamental. De allí se derivan las malas opciones cotidianas, las rutas desacertadas en la vida que terminan arruinándola.

3. El camino del creer

El creer es un acto de entrega y de confianza, no se ceee en una idea sino en una persona y, al hacerlo, de ella se recibe todo.

En este abrazo se da un intercambio de dones. Creer entonces es abrazar la vida que Dios nos da por medio de Jesús y que es Jesús.

Por eso en la conclusión del evangelio se dice: ‘Para que, creyendo tengan vida en su nombre’ (Jn 20,30-31).

Veamos una pista que aparece en la última frase de este pasaje. El narrador le dice al lector que aquellos que creyeron en Jesús lo hicieron cuando lo oyeron ‘hablar así’ (8,30). La mediación fue La Palabra. Recordemos que en este evangelio Jesús es el Verbo, la Palabra.

Ahora bien, ¿qué fue lo que dijo, que atrajo la fe de tantos?

Uno. Cuando Jesús habló de su partida dejó entender que quien estaba poniendo el riesgo la vida no era él, sino aquellos que se obstinaban en la incredulidad (8,21.24).

Dos. Para entender a Jesús hay admitir la diferencia entre lo que proviene de lo alto y lo que proviene de este mundo.

Tres. Es de lo alto que proviene Jesús. Él es el enviado del Padre, el que es ‘veraz’ (8,26). Y la peculiaridad de su identidad proviene del hecho de que Jesús tiene el mismo nombre con el que Dios se reveló a Moisés en el Horeb: ‘Yo soy’ (8,24).

Detengámonos un momento en este punto.

El evangelista Juan nos ofrece una impresionante proclamación de la divinidad de Jesús al presentarlo como el ‘Yo soy’: el Dios liberador, como el “Dios de los padres” revelado en el desierto que se pone en acción para rescatar a su pueblo.

En consecuencia, se pide lo mismo que se le pedía al Israel del éxodo: creer en Él y profundizar el camino de conocimiento de su misterio.

Pero es Jesús mismo quien se revela así. Él pronuncia el nombre de Dios con matiz de ternura: ‘Yo soy… Yo estoy contigo’ es el nombre le infunde seguridad a su pueblo. Como en el oráculo de Isaías: “No temas, que yo soy tu Dios. Yo te he robustecido y te he ayudado, y te tengo asido con mi diestra justiciera” (Is 41,10; ver 45,1-8; ver también Dt 32,39).

Pues sí, el ‘Yo soy’ está presente en la vida y el ministerio de Jesús. La frase de Jn 8,24 podríamos parafrasearla así: “Soy yo y no otro… yo soy el Dios redentor… aquí está el liberador, la divina presencia, el absoluto”.

Cuatro. Así como viene de lo alto en cuanto enviado de Dios, paradójicamente Jesús volverá a ser puesto en lo alto de su gloria pasando por la elevación en una cruz. Expuesto en la cruz quedará más claro que él es el ‘Yo soy’. (8,28).

Para este evangelio de Juan, el verbo ‘levantar’ (en griego ‘hypsoō’) tiene los dos sentidos de ‘muerte’ y de ‘exaltación’. Esta muerte en la cruz, asumida por amor, probará que Jesús es de verdad el enviado de Dios.

Cinco. ¿Qué ‘expone’ el Crucificado? Precisamente en su muerte ignominiosa se descubre la profunda identidad de Jesús con el ‘Yo soy’, con el Padre Dios que al enviarlo siempre está con él y no lo deja solo (8,29).

En este momento cumbre, Jesús deja ver de una forma increíble cuán honda es su comunión con el Padre.

Sintamos el peso de las convicciones de Jesús repasando sus palabras:
– ‘Sólo lo que he oído a él es lo que hablo al mundo’ (8,26).
– ‘No hago nada por propia iniciativa; sino que el Padre me ha enseñado es lo que hablo’ (8,28)
– ’Yo hago siempre lo que le agrada a él’ (8,29).

Jesús da a conocer entre nosotros lo que desde la eternidad ha escuchado en su diálogo de amor con el Padre. Todo lo de Jesús proviene de ahí y remite ahí.

Y subrayemos esta belleza: ‘Sólo hablo lo que el Padre me ha enseñado’. Jesús se presenta como discípulo del Padre. De ahí su perfecta adhesión al querer de él.

Jesús pinta con palabras una preciosa estampa de su interioridad: él reposa siempre en el amor y el querer prefecto de este Padre y se siente seguro en todo momento de esa presencia suya que le da fortaleza.

La imagen de Jesús discípulo del Padre es sugestiva y única, no hace más que confirmar la identidad total y la perfecta sintonía entre el Padre y el Hijo. Eso es precisamente lo que se entiende por discipulado.

Cuando Jesús llega a este punto, anota el evangelista: ‘Al hablar así, muchos creyeron en él’ (8,30).

Pues sí, el creer brota de la escucha de la palabra revelada por Jesús, quien a su vez ha mostrado lo que es ‘escuchar’ al Padre.

En fin…

¿Notamos el proceso?

Jesús fue llevando a su renuente auditorio paso a paso, desgranando el sentido e implicaciones de su ‘ida’ (8,21). Él hará su camino, pero a donde él va no llegarán quienes se cierran, en cambio sí quienes se permiten descubrirlo.

Y este es el punto de giro decisivo: en la Cruz el ‘Yo Soy’ será exaltado. La contemplación del crucificado nos pondrá ante la divina revelación y suscitará en nosotros un caminar pascual.

En otras palabras, Jesús es el Dios del éxodo que conduce a la humanidad –junto con él- hacia el Padre. Un camino que recorre unido a Él, en una inseparable unidad de amor, de naturaleza, de conocimiento y de voluntad.

El Crucificado nos espera como signo de la máxima epifanía de Dios salvador: Él salva a todos los que lo contemplan con la fe y el amor, abrazando su profundo misterio, como lo harán el discípulo amado y su madre.

Este misterio es el despliegue de una relación intensa, de un amor primero y fundante que él, como buen discípulo del Padre, está en condiciones de transmitir.

Se trata de un luminoso descubrimiento que nos levanta hacia lo alto de Dios, que nos arranca de la lógica egoísta y cosificante del ‘aquí abajo’ que nos retienen. Así corona nuestras mas hermosas búsquedas y nos atrae hacia la adoración.

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En este tiempo de prueba te invito para que oremos juntos:

Señor y Padre,
tú que no desprecias nada de cuanto has creado
y que deseas que cada persona alcance la plenitud de la vida,
mira con bondad nuestra fragilidad que a veces trata de ceder.

Haz que nuestro corazón esté en alto en esta hora de prueba.
Perdona nuestra incapacidad para hacer memoria de todo lo que cada día haces por nosotros.

Aleja de cada de uno de nosotros y de nuestros hogares todo mal.
Con Pablo hoy decimos:
‘Si tú estas con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?’
En toda adversidad ‘somos más que vencedores gracias a aquel que nos ha amado’.

Ayúdanos a comprender que la belleza que salva al mundo es el amor que comparte el dolor.

Bendice los esfuerzos de quienes trabajan por nuestra integridad:

Ilumina a los investigadores, dale fuerza a cuantos trabajan en la curación de los enfermos, a quienes se están sacrificando por protegernos a todos.

Danos a todos la alegría y la responsabilidad de sentirnos cuidadores unos de otros.

Da tu paz a quienes has llamado a ti, alivia la pena de quien llora la muerte de un ser querido.

Haz que también nosotros, como tu Hijo Jesús, pasemos en medio de los hermanos haciendo el bien, sanando las heridas y siendo solidarios con quienes la están pasando mal como consecuencia de esta situación.

Intercedan por nosotros María nuestra Madre y todos los santos, todos ellos que siempre mantuvieron viva la esperanza de que ‘todo concurre para el bien de los que aman al Señor’.

Amén

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1 comentario
  1. Rosa Osorio Herrera

    Genial
    Profunda enseñanza que me lleva una visiin más profunda y madura de Dios

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