PASO A PASO EN LAS ÚLTIMAS HORAS DE JESÚS
Estudio de la Pasión según san Mateo (Mt 26-27)
(Sexta lección)
- Fidel Oñoro, eudista
El juicio romano llega a su conclusión con el veredicto y las brutales humillaciones a que Jesús es sometido por parte de los soldados romanos. Cuando el pueblo escoge liberar a Barrabás el culpable, en lugar de Jesús el inocente, el relato se precipita hacia su conclusión de forma vertiginosa.
En esta lección, después de asistir a la escena conclusiva del juicio, acompañaremos a Jesús en el camino hasta el Gólgota. Allí haremos un repaso de las grandes líneas de la cristología mateana, que salen a la luz de forma irónica en medio de las injurias que arrojan contra el Crucificado.
En los instantes finales, en medio de las tribulaciones cósmicas, se sienten los dolores de parto de un mundo nuevo.
El arcano silencio se rompe con el último grito mortal, pero también orante, de Jesús.
Jesús muere con el mismo espíritu que lo había movido desde el primer instante del Evangelio, con un acto de obediencia. Así afronta el ‘kairós’ anunciado y cumple las Escrituras.
Jesús le retorna el soplo vital al Padre en una oración vibrante, cargada de agonía y de fe.
¡Vamos adelante con el relato!
5.3. Jesús burlado por la guarnición romana como “falso rey” (27, 27-31)
“27Entonces los soldados del procurador llevaron consigo a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte.
28Le desnudaron y le echaron encima un manto de púrpura; 29y, trenzando una corona de espinas, se la pusieron sobre su cabeza, y en su mano derecha una caña; y doblando la rodilla delante de él, le hacían burla diciendo: «¡Salve, Rey de los judíos!»; 30y después de escupirle, cogieron la caña y le golpeaban en la cabeza.
31Cuando se hubieron burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron sus ropas y le llevaron a crucificarle”
El proceso romano termina con la tortura y las burlas a Jesús por parte de los soldados de Pilato, todo ello con la finalidad no sólo de hacerlo sufrir sino de deshonrarlo.
Este episodio final recalca la conclusión de la escena de la audiencia ante el sanedrín (26, 67-68). Allí Jesús había sido ridiculizado como el “Cristo”, una cuestión de suma importancia en el proceso hebreo; aquí el es burlado como “rey de los Judíos”, precisamente el título que Pilatos le había dado a la apertura del proceso romano (27, 11). En cada episodio se advierte la fuerte ironía del relato de la pasión.
En esta parte del relato Mateo vuelve a seguir de cerca la versión de Marcos, pero introduce algunos cambios interesantes. Las burlas y la tortura a que Jesús es sometido son un intervalo cruel entre la decisión de Pilato (27, 24-26) y el camino hacia el Gólgota.
Al final del proceso Pilato había entregado a Jesús para que fuera flagelado antes de la crucifixión, pero esta punición no aparece descrita; tenemos en cambio una escena de torturas y de chistes ofensivos. Mateo tiende a subrayar mucho más que Marcos la parodia de la realeza, esa comedia en la que soldados se divierten arrojando improperios contra Jesús tratado como un rey de pantomima.
“Toda la cohorte” se reúne en torno a Jesús. Suena exagerado. Serían casi 600 hombres, si estuvieran todos. Los soldados escenifican la coronación de un rey, pero en broma. Luego le rinden homenajes. El “Rey de los Judíos” es despojado, desnudado, y le ponen encima un mando de color “escarlata”. Marcos, por su parte, dice “púrpura”, lo cual hace referencia al color que lleva el emperador romano (Mc 15, 17). El color “escarlata”, en cambio, era el color de la túnica externa de un soldado raso romano. Este detalle de Mateo no sólo tiene un gran valor histórico sino que también nos lleva a pensar, junto con los otros detalles de la caña como cetro y de las espinas como corona o diadema real, el nivel al que han llevado la burla. Sólo Mateo nos cuenta ésta última parte de la ceremonia de investidura. Marcos anota que los soldados golpean a Jesús en la cabeza con una caña (15, 19) y esto podría haberle sugerido a Mateo el detalle del falso cetro.
Cuando el “rey” ha recibido los símbolos y los vestidos reales, los soldados comienzan a burlarse rindiéndole homenajes doblando la rodilla ante él, un juego que rápidamente se convierte en acto de violencia, ya que se pasa de las aclamaciones a los golpes y a los escupitajos.
Es interesante ver cómo Mateo se preocupó por reordenar los diversos elementos de esta escena de humillaciones para darle un crescendo de brutalidad cada vez mayor: los soldados se arrodillan, aclaman, escupen, golpean (cf. Mc 15, 18: aclaman, golpean, escupen, se arrodillan). En un Evangelio que huye con disgusto de la violencia, este acto de crueldad asume un ulterior significado. El uso de la violencia se opone directamente a la enseñanza de Jesús, como Mateo ya había hecho notar en el momento del arresto (cf. 26, 52-54).
Desfogada su prepotencia, los soldados despojan a Jesús de sus vestidos “reales” y le devuelven su indumentaria, sólo para quitárselos de nuevo en el momento de la crucifixión (cf. 27, 35). El significado de este episodio cruel se encuentra en la aclamación irónica del soldado: “Salve, rey de los Judíos” (27, 29).
La escena del proceso termina como había comenzado: Pilatos había abierto el interrogatorio con la pregunta: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” (27, 11). Y la identidad de “Cristo”, el rey Mesías de Israel ungido del Señor, había sido el motivo dominante de todo el procedimiento (27, 17-22). Los jefes, el pueblo entero y ahora los romanos, todos, rechazan la reivindicación de Jesús.
A pesar de todo, el lector cristiano aferra la suprema ironía de aquella coronación de comparsa. Jesús es rechazado, pero la forma como se desprecia su verdadera identidad de Rey de Israel y de Rey de los judíos y Rey de los gentiles, paradójicamente termina por proclamarla. No solo Jesús es verdaderamente un rey, sino que es de una forma totalmente diferente de la de los “jefes de las naciones” que ejercitan su autoridad y “dominan sobre ellas” (20, 25).
El evangelio ha venido trabajando sobre este hilo teológico.
Al comienzo del Evangelio, Herodes se había olvidado de esta realidad. Cuando escucha hablar del “rey de los judíos que ha nacido” (2, 2), teme un rival que reivindique derechos sobre él, y acude al engaño y al delito. Pero al contario de Herodes y de su corte de Jerusalén, los Magos reconocen por el contrario la verdadera dignidad real de Jesús.
También ahora los soldados se burlan de Jesús porque lo ven como un pretendiente débil e inerme al único tipo de autoridad soberana que ellos conocen. Pero el lector sabe que en esta parodia de la realeza hay una ironía muy distinta de la de ellos. Jesús, de hecho, pareciera cómodo con estos símbolos del poder, no que le falte la condición de soberano, sino porque su potencia es la del Hijo del hombre, “quien no vino para ser servido sino para servir y dar la vida en rescate por una multitud” (20,27).
- La crucifixión y muerte de Jesús (27,32-56)
Concluido el proceso judicial, tanto el judío como el romano (cf. Mt 26, 59-27, 31), el relato de la pasión se precipita hacia el terrible final con la frase “Y llevaron a crucificarle” (27, 31c).
La escena se traslada del pretorio, dentro de la ciudad, al Gólgota, el lugar reservado para las ejecuciones públicas, fuera de los muros de Jerusalén.
Cuando se acerca la muerte de Jesús, el relato incrementa el dramatismo. Los episodios que vienen se suceden en gradación ascendente hasta el momento cumbre de la muerte de Jesús y luego se repite lo mismo hasta el otro momento cumbre que es el encuentro con el Resucitado en la Montaña en Galilea. En ellos relatos, valga decirlo, descubrimos muchos detalles que son particulares del evangelista Mateo (quien modifica su fuente primaria que es Marcos).
Éste es el esquema:
- La crucifixión y las humillaciones finales de Jesús (27, 32-44)
- La muerte de Jesús: la revelación de un “Hijo de Dios” (27, 45-54)
- Después de la muerte de Jesús: los guardias y las mujeres que se constituyen como “testigos” (27, 56-56)
Sigamos con atención todos los episodios y sus detalles.
6.1. La Crucifixión y las humillaciones finales (27,32-44)
“32Al salir, encontraron a un hombre de Cirene llamado Simón, y le obligaron a llevar su cruz.
33Llegados a un lugar llamado Gólgota, esto es, «Calvario», 34 le dieron a beber vino mezclado con hiel; pero él, después de probarlo, no quiso beberlo.
35Una vez que le crucificaron, se repartieron sus vestidos, echando a suertes. 36 Y se quedaron sentados allí para custodiarle. 37 Sobre su cabeza pusieron, por escrito, la causa de su condena: «Este es Jesús, el Rey de los judíos.» 38 Y al mismo tiempo que a él crucifican a dos salteadores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
39Los que pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo:
40 «Tú que destruyes el Santuario y en tres días lo levantas,
¡sálvate a ti mismo,
si eres Hijo de Dios,
y baja de la cruz!»
41Igualmente los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo:
42 «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en él.
43 Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: «Soy Hijo de Dios.»»
44De la misma manera le injuriaban también los salteadores crucificados con él”
Los soldados de Pilato conducen a Jesús fuera de los muros de la ciudad, sobre el Gólgota (27,32).
Sobre la ubicación del lugar escogido para ajusticiar a Jesús, ya se había aludido en la parábola de los pérfidos viñadores, que asesinaban al Hijo, después de haber expulsado “fuera de la viña”, un detalle que es propio de Mateo (21,39). La muerte de Jesús fuera de Jerusalén parece expresar aquel rechazo absurdo del Mesías, por parte de su propio pueblo, que tanto domina el interés de Mateo en esta parte del Evangelio.
Mientras el grupo se dirige hacia el lugar de la ejecución, de repente aparece Simón, un extranjero proveniente de Cirene (ciudad del África septentrional, en la actual Libia), quizás un hebreo de la diáspora que visita a Jerusalén para la Pascua. Los soldados lo obligan a cargar la cruz de Jesús.
Mateo ha eliminado la información que nos da Marcos, según el cual el hombre “venía del campo” y era “el padre de Alejandro y de Rufo” (Mc 15,21). Algunos piensan que, siendo un día de fiesta, Mateo –dada su sensibilidad hebrea- omitió el dato de que Simón había estado en el campo.
La llegada del momento de la crucifixión es rápida. El cortejo llega al Gólgota o “lugar del cráneo” (27,33). Ni Marcos, ni Mateo explican el significado del nombre: no es claro si “cráneo” se refiera al hecho que el sitio era usado especialmente como lugar para las ejecuciones, o quizás por la forma de la colina, la cual daría ése aspecto.
Allí le ofrecen al prisionero un ligero narcótico para aliviarle un poco los sufrimientos del suplicio. Jesús lo prueba, pero no lo bebe. La descripción que Mateo hace de la bebida, vino “mezclado con hiel” (27,34), conecta claramente este momento con el Salmo 69,22: “Han puesto en mi comida veneno[1] / y cuando tenía sed me han dado vinagre”. La segunda parte de este versículo se hará realidad poco antes de la muerte de Jesús, cuando uno de los presentes le ofrezca el “vinagre” para beber (ver 27,48).
Todo este Salmo 69, que le pone música de fondo a este episodio, es un canto de dolor, un “lamento”, una oración brutalmente sincera en la cual el Salmista se dirige a Dios en el momento de la angustia y de la soledad:
“Sálvame, oh Dios: el agua me llega a la garganta.
Me ahogo en el fango y no me sostengo;
he caído en aguas profundas y la ola me envuelve…”
(leer Salmo 69,1-4.20-22).
Como diremos más adelante, la atmósfera del lamento bíblico invade toda esta parte del relato de la pasión. Jesús “cumple” las Escrituras no sólo a través de sus palabras vigorosas y sus obras, sino también con su solidaridad con los sufrimientos de los justos de Israel que habían soportado fielmente las pruebas de su fe (recordemos lo que dijimos sobre el contexto).
El momento exacto de la crucifixión está relatado en una frase subordinada, sin un solo detalle descriptivo (27,35). Es curioso esto, mientras que las películas sobre Jesús parecieran a veces (incluso morbosamente) detenerse y recrearse en el tema de los dolores. Ninguno de los Evangelios se detiene en los detalles crueles del sufrimiento de Jesús. Sin duda, aquella era una forma de ejecución brutal: los romanos la reservaban casi exclusivamente para los esclavos y las clases inferiores, particularmente los acusados de subversión.
Renunciando al poderoso efecto dramático que habría logrado contando los tormentos físicos de la crucifixión, los evangelios se concentran más en el significado que en el aspecto macabro del acontecimiento. En cambio (1) las sutiles alusiones a las Escrituras como interpretación teológica del acontecimiento, (2) las frases desafiantes de aquellos que lo agraden y (2) la conmovedora oración de Jesús moribundo, están en el centro de interés, porque precisamente allí se expresa el sentido de la muerte de Jesús. Esto es lo que le interesa al evangelista que veamos.
Continuemos. Los vestidos de un criminal ajusticiado se convertían en propiedad del grupo de verdugos. Por eso los soldados se reparten la ropa de Jesús (27,35). Sin duda aquí se alude a otro importante lamento, el Salmo 22,16-18 (leer).
Esta espléndida oración del AT, considerada en su conjunto, tiene un rol importante en el relato de la pasión según Mt (e igualmente en Mc). Además de las referencias a la distribución de los vestidos, otros detalles como los golpes “en la cabeza” que los agresores le propinan a Jesús (27,29), la afirmación que Jesús hizo de ser “el Hijo de Dios” (27,43) y sus palabras durante la agonía (27,46), todos estos detalles están tomados de esta angustiosa oración de tormento que es el Salmo 22. Incluso es posible que la estructura misma del Salmo 22 haya tenido alguna influencia sobre la redacción de la escena de la crucifixión y de la muerte, sobre todo en Mateo.
A semejanza de muchas lamentaciones parecidas, el Salmo 22 comienza con un grito de angustia y desolación (22,1-22) para llegar –en la segunda mitad– a un triunfante sentido de la fidelidad a Dios, cuando Yahvé escucha y responde a la confianza que el Justo de Israel ha puesto en él (22,23-32). En esta parte del Salmo 22, donde se siente la seguridad de la respuesta de Dios, se declara que “todos los confines de la tierra” y “todas las familias de los pueblos” (Sal 22,27-28) reconocerán que Dios es digno de confianza. Incluso se afirma que “cuantos descienden al polvo” (una posible alusión al “sheol”), se inclinarán ante Dios para rendirle adoración.
Este desarrollo del Salmo, que va del lamento a la exaltación, enfatiza la confianza que el orante tiene en Dios a pesar de su desgracia. Esto tiene que ver con la manera como Mateo entiende la Pasión de Cristo, tal como lo había ya narrado antes en el relato de la institución de la Eucaristía cuando Jesús daba gracias por la victoria aún antes de morir. Pues sí, el relato va en esta dirección: Mateo subraya tanto la confianza de Jesús en Dios como la respuesta que Dios le da, que es incluso cósmica, tal como se verá en la aclamación de fe de los gentiles y en los signos de vida que provienen de la morada de los muertos inmediatamente después de la muerte del Señor (27,51-54).
Ahora bien, después haber izado al prisionero sobre la cruz, los soldados romanos se sientan y le hacen “la guardia” (27,36). Mateo pone énfasis en esta presencia atenta o “vigilante” de los soldados, lo cual añade una nota de expectación ante la muerte de Jesús: ¡algo va a ocurrir! (esto en contraste con Mc 15,25, donde no se dice que los soldados permanezcan como centinelas).
¿Por qué esta “vigilancia”?
Cuando Jesús había sido conducido ante el sanedrín, Pedro se había sentado con los guardias en el cortil “para ver la conclusión”, preparando al lector para el drama de sus negaciones (26,58). Más tarde las mujeres piadosas, presentes en la crucifixión y en la sepultura de Jesús y que serán las primeras en encontrar al resucitado, hacen una vigilia similar, sentándose “ante el sepulcro” (27,61). Los soldados junto a la cruz de Jesús, serán testigos de la explosión de los acontecimientos en el momento de su muerte y serán los primeros en declarar que Jesús crucificado es el “Hijo de Dios” triunfante. Notemos que Mateo conecta explícitamente este versículo con el v.36, describiendo al centurión y los otros como “aquellos que hacían la guardia a Jesús” (27,54).
Sobre la cruz, arriba de la cabeza de Jesús, colocan un cartel con la acusación (27,37). Mateo transforma este momento en una declaración solemne de la identidad de Jesús: “Este es Jesús, el rey de los judíos” (confrontemos con “el Rey de los judíos” de Mc 15,26).
De nuevo la ironía emerge en la superficie del relato. Lo que los soldados hacen para avergonzar a un judío crucificado, se convierte en la proclamación de una verdad del Evangelio. Este hombre clavado en la cruz es, por el acto mismo del dar su vida, meritoriamente de nombre “Jesús” (Yehoshúa), aquel que “salvará a su pueblo de sus pecados” (1,21; su nombre es “Yahvé salva”). Pues sí, este hombre izado sobre el árbol de la muerte es coronado en ese sacrificio como “rey de los judíos”, el liberador mesiánico del pueblo de Dios.
Están crucificados con Jesús, uno a la derecha y el otro a la izquierda, dos “ladrones” o dos “rebeldes”, la palabra griega “lestai” usada aquí puede significar para ambas cosas (27,38). Este séquito fúnebre prolonga la parodia macabra e irónica de la realeza de Jesús. Su corte está compuesta por marginados y malhechores, precisamente por aquellos por los cuales había sido acusado por las autoridades: “amigo de publicanos y pecadores” (11,19).
Ahora, ante la cruz pasa un desfile de personas burleteras que aprovechan la ocasión para poner en duda su identidad. Mateo alude de nuevo al Salmo 22 (ver 27,39), anotando que los que pasaban ante el Crucificado “meneaban” con arrogancia la cabeza, al mismo tiempo que lanzaban palabras que como piedras estaban destinadas a golpearlo (leer Salmo 22,8).
En este momento de su pasión, Jesús personifica aquella famosa oración de Israel. Él está solo entre sus enemigos, abandonado por todos los que amaba. Lo que lo sostiene es solamente su fe tenaz en Dios que lo había acompañado durante todo su ministerio, esa fe que se había reavivado en el Getsemaní.
Las palabras de los enemigos sondean y ponen a prueba aquella fe. Se retoma una acusación que se había hecho durante el proceso: “Tú que destruyes el Templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo” (27,40; 26,61).
El poder sobre el Templo era una prerrogativa mesiánica; ahora aquel que había declarado poseer tal poder está clavado, impotente sobre la cruz. En esta paradoja está toda la fuerza de la burla. El sedicioso Mesías que declara poder destruir el Templo, ahora es desafiado para que se salve a sí mismo.
Una vez más la ironía es intencional. Los lectores que comprendemos este relato a la luz de la fe en la resurrección y con el recuerdo doloroso de la destrucción del Templo, captamos enseguida la verdad de las palabras de los acusadores.
El templo, según el punto de vista de Mateo, habría sido destruido verdaderamente por causa de la muerte de Jesús. Y también el desafío “sálvate a ti mismo” encuentra una realización paradójica no en el bajarse de la cruz, sino en el momento mismo de la crucifixión. Jesús había enseñado a sus discípulos que “quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mi causa la encontrará” (16,25).
La primera serie de burlas sarcásticas, golpean en el signo con una frase que se encuentra solamente en Mateo: “Si tú eres el Hijo de Dios, desciende de la Cruz” (27,40; ver Mc 15,30). El recuerdo de un presagio proviene de las páginas anteriores del evangelio. En el momento de comenzar su misión después del bautismo, Jesús se había encontrado a Satanás en el desierto (4,1-11). Lo intentos del demonio por hacer desistir a Jesús de su misión, habían comenzado con las mismas palabras de burla: “Si ere el Hijo de Dios…” (4,3-6). Y en cada ocasión, Jesús, lleno del Espíritu, había rechazado a Satanás reafirmando su decisión de obedecer la palabra de Dios.
Ahora aquellas palabras diabólicas le son propuestas una vez más a Jesús, al Hijo de Dios que parece desmentido por la situación. Lo hacen aquellos mismos que en otra ocasión lo habían acusado de estar aliado a satanás (9,34.12.24). Aquí repiten como papagayos las propuestas del demonio.
Pero en vez de pedirle que transforme las piedras en pan, o que se arroje del templo o que adore a Satán (a cambio de los reinos del mundo), le proponen que se baje de la cruz.
Todas estas pruebas tienen el mismo fin: alejar a Jesús del camino que Dios le había trazado, buscar la propia salvación en vez de darse a sí mismo por los otros. A diferencia de la escena del desierto, Jesús no da ninguna respuesta, excepto la de permanecer sobre la cruz.
Su decisión de obedecer sin reservas a la Palabra de Dios ya se había expresado en el Getsemaní, mientras la multitud armada lo rodeaba y los discípulos estaban tentados de empuñar la espada. Quería rechazar la violencia y tomar la cruz, porque “¿Cómo se cumplirán entonces las Escrituras…?” (26,54).
Enseguida entra en escena un segundo grupo de socarrones, “los sumos sacerdotes, con los escribas y los ancianos”, todo el sanedrín, que había condenado a Jesús, le pasa al lado como un cortejo y lo humilla.
Las frases de los jefes comienzan con palabras semejantes a las de los primeros: “Has salvado a otros, no puedes salvarte a ti mismo” (27,40). Las palabras son indudablemente una paráfrasis irónica de lo dicho por Jesús (16,25), en donde se afirma que sólo salvando a los otros Jesús podía podría “salvarse” a sí mismo.
La palabra “salvar” tiene un significado profundo y amplio alcance en el evangelio de Mateo. Se refiere a la transformación y redención de la persona humana, alma y cuerpo. En cuanto tal, ella capta la finalidad de toda la misión de Jesús: él había venido para “salvar” al pueblo de sus pecados (1,21). Dos veces en Mateo los discípulos habían implorado que su “señor” los “salvase” (8,25; 14,30).
Otra acusación del proceso se resume ahora y se lanza contra Jesús: “Es el Rey de los Judíos, que baje ahora de la cruz y creeremos” (27,42). Pilato había visto en la identidad de “rey de los judíos” del prisionero la cuestión principal del proceso judicial romano. Los jefes usan la designación más religiosa de “rey de Israel”, ridiculizan la reivindicación mesiánica de Jesús y de nuevo consideran su descendimiento de la cruz como una prueba indispensable para creer en él.
Quien viene leyendo el evangelio desde el comienzo y ha visto a Jesús enseñar repetida y explícitamente la necesidad de la Cruz, aferra por completo la contradicción de la solicitud de los jefes. Ya dos veces en el evangelio habían pedido a Jesús signos espectaculares que autenticaran su misión (12,38; 16,1). Cada vez Jesús se había negado a dárselos y los había dejado con la promesa de un único “signo”, el “signo” de Jonás, el cual había transcurrido tres días y tres noches en el vientre de la ballena. Aquel signo de muerte y resurrección habría sido la única prueba del carácter mesiánico de Jesús. Pero era un signo que los jefes no podían comprender.
Las palabras finales de la burla se encuentran solamente en Mateo: “Ha confiado en Dios; que lo libere ahora, si lo quiere. De hecho, dijo: soy Hijo de Dios” (27,43). Una vez más el evangelista toma el Salmo 22 para darle forma al espíritu y al contenido del relato de la pasión. El salmista se lamenta por estar rodeado de personas que lo humillan (leer 22,8).
Pero existe también otro pasaje del AT que puede haber influenciado esta parte. En los primeros capítulos del libro de la Sabiduría se usa el expediente de la humillación para darle fuerte relieve al fe tenaz del “justo” que confía en Dios a pesar de los tormentos y las amenazas de muerte. Los acusadores ponen en ridículo la pretensión del israelita de ser un “hijo de Dios” e insinúan una “muerte infame” (Sb 2,20), así ponen a prueba su confianza.
En este punto del libro de la Sabiduría, parece explanarse sobre elementos del Salmo 22: leer Sap 2,17 y Sal 22,8.
A esta burla final se unen incluso los dos ladrones crucificados con Jesús. Esto saca a la superficie el problema fundamental del relato de la pasión. A lo largo de todo el Evangelio, Jesús ha sido proclamado Hijo de Dios, el Mesías davídico enviado para liberar a Israel y establecer la justicia:
- El Ángel había asegurado a José que el Hijo que María llevaba en su vientre era “generado… por el Espíritu Santo” (1,20).
- La voz venida del cielo había ratificado aquella descendencia divina en el Jordán (3,17).
- La misma voz había repetido las mismas cosas sobre el monte de la transfiguración (17,5).
- Voces menos autorizadas, pero también relevantes, habían reconocido a Jesús como Hijo cuando los discípulos lo habían adorado en la barca (14,33), así como cuando en Cesarea de Filipo Pedro había proclamado que Él era el Cristo, el Hijo de Dios viviente (16,16).
- Jesús mismo lo había afirmado, dirigiéndose repetidamente a Dios como a su Padre en la oración (6,9; 11,25; 26,39.42), sobre todo amorosamente aferrado a la voluntad de Dios, que es una característica fundamental del Jesús de Mateo.
Con una tremenda intuición, el evangelista hace de este compromiso de Jesús el problema en discusión en el momento de la muerte. Jesús se convierte en el “israelita”, en el “creyente”, abofeteado, herido, cara a cara ente el misterio de la vida.
Las palabras de quienes lo humillan le dan voz a la más cruel amenaza de muerte: puede el vínculo de amor y confianza que liga a Jesús con su Dios y a Dios con Jesús ser destruido con la muerte? Es este el desafío que le lanzan al “justo” en el libro de la Sabiduría. Este es el interrogante angustioso que le da origen al Salmo 22. Y es también el interrogante profundo que coexiste en toda fe auténtica. El amor de Jesús es más potente que la muerte? Cuando la pasión va llegando a la escena culminante del encuentro de Jesús con la muerte, este es el interrogante terrible que se siente en el aire sobre el Gólgota.
- La muerte de Jesús: la revelación del “Hijo de Dios” (27,45-54)
45 Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona.
46 Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz:
«¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?»,
esto es:
«¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?»
47 Al oírlo algunos de los que estaban allí decían:
«A Elías llama éste.»
48 Y enseguida uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la empapó en
vinagre y, sujetándola a una caña, le ofrecía de beber.49 Pero los otros dijeron:
«Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarle.»
50 Pero Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu.
51 En esto, el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se hendieron. 52 Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. 53 Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos.
54 Por su parte, el centurión y los que con él estaban guardando a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron:
«Verdaderamente éste era Hijo de Dios.»
El drama de la pasión ahora se lanza hacia su majestuoso crescendo. Es pleno mediodía, la hora “sexta”, y una tiniebla espesa desciende sobre el Gólgota, manteniéndose hasta las tres, la “hora nona” (27,45).
Mt 27,45: Desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona.
El lector habituado al mundo bíblico pensará sin duda en la tiniebla predicha amenazantemente para el fin de los tiempos, mientras la humanidad asiste al pasar de la vieja era y siente “los dolores del parto” de la nueva: Jesús había descrito la visión de aquel caos, cuando hablaba a los discípulos del fin del mundo (24,29).
Muchos comentadores retienen que en este versículo de apertura de la escena de la muerte de Jesús, Mateo, guiándose por Mc (15,33), alude a Amós 8,9. En la versión mateana, las palabras de la frase “sobre toda la tierra” son idénticas a las de Exodo 10,22, donde Moisés extiende la mano y la plaga de la oscuridad desciende “sobre toda la tierra” de Egipto por tres días. Con todo, el evangelista ha descrito una atmósfera de majestuosa amenaza: el momento decisivo de la historia del mundo ha venido y la humanidad ha entrado en el ojo del ciclón.
Mt 27,46: Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?», esto es: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?»
El arcano silencio se rompe de repente con el grito adolorido del hombre que está sobre la cruz. Y ahora el Salmo que ya había dado gran parte del espíritu y del contenido de la última hora de vida de Jesús, retorna a primer plano.
Jesús grita fuerte, orando con el Salmo 22, el más poderoso lamento de Israel (ver lo que dijimos arriba al respecto).
Mateo presenta el versículo de apertura primero en hebreo: “Elói, Elói, lemà sabactàni?”. La idea de fondo es de olvido y desolación. Mateo lo traduce enseguida para sus lectores de lengua griega: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (En los manuscritos existen muchas variantes sobre la forma exacta de texto griego o arameo).
Poniendo esta oración en los labios de Jesús en el momento de su muerte, el evangelista retoma el tema de la confianza y de la respuesta, ya afrontado en la escena de las burlas (ver 27,32-44).
Si bien destrozado por la angustia, Jesús, “el Justo”, pronuncia una oración de desnuda y descompuesta fe en Dios. Mateo –lo había hecho desde el comienzo del evangelio- presenta a Jesús como la encarnación de la fe de Israel, como aquel que sufre con el pueblo de Dios, y con todo permanece fiel.
Aquí se cita solamente el primer versículo, pero todo está moldeado en el espíritu del Salmo completo. El lamento del salmista teje gritos de dolor y tenaces afirmaciones de fe (ver el texto).
Mt 27,47: Al oírlo algunos de los que estaban allí decían: «A Elías llama éste.»
Los presentes oyen la oración del crucificado y reaccionan en una forma que tiene la apariencia de una última tortura. Malinterpretan la palabra hebreo “eloí” como si fuera el nombre de Elías.
Es difícil afirmar si dicho malentendido sea considerado voluntario o no. El gran profeta Elías había salvado a la viuda y a su hijo de la muerte por hambre y liberado a Israel del peligro de la idolatría (1 Re 17). En la tradición hebrea más reciente era reconocido como una especie de “santo patrono” de las causas perdidas.
Mt 27,47: Al oírlo algunos de los que estaban allí decían: «A Elías llama éste.»
Esta parece ser la interpretación que los presentes le dan a la oración de Jesús: “A Elías llama éste” (27,48).
Uno de los presentes corre a empapar una esponja en vinagre, la fija sobre una caña y se la acerca a Jesús: así otro hilo de la Escritura se inserta en la trama de la escena, mientras que Mateo alude una vez más al Salmo 22 (69,21: la referencia a la hiel que se le ofreció a Jesús al comienzo de la crucifixión).
Pero otros le impiden al hombre ofrecer el vino, prefiriendo ultrajar a Jesús y esperar a ver qué tan potente es su oración:
MT 27,49: Pero los otros dijeron: «Deja, vamos a ver si viene Elías a salvarle.»
Pero las palabras de los presentes aportan otro matiz de ironía a la escena. Tientan al condenado, tan claramente despreciado y abandonado por Dios, afirmando que ninguna salvación es posible para él: “Deja, vamos a ver… salvarle!”. En el pasaje paralelo, Marcos se expresa de manera distinta: “…Veamos si viene Elías a bajarle (de la cruz)” (15,36: esto tiene que ver con la teología Marcana, donde uno de los problemas más importantes del evangelio tiene que ver con el intento de separar a Jesús de la cruz).
Como ya hemos observado, la palabra “salvar” es, en el evangelio, un término teológico de gran potencia. Usado frecuentemente en las narraciones de los milagros, expresa la gran transformación de cuerpo y espíritu que es el verdadero fin de la misión de Jesús. El verbo se usa también para referirse a la salvación final que Dios le traerá a Israel en el día del juicio: quien persevere hasta el fin será “salvado” (ver 10,22; 24,13.22). No es por causalidad que el mismo verbo recurre a lo largo de todo el Salmo 22 (v.6.9.22).
Jesús era instrumento de la salvación de Dios a lo largo de todo su ministerio. Con su palabra y con su gesto redentor, había “salvado” a Israel de su culpa y había sido un signo viviente del Reino de Dios que se aproximaba, la era final de la salvación (ver 12,28).
Con todo, Jesús, como el verdadero israelita, había experimentado también el amor salvífico de Dios; aquella era la revelación por la cual había agradecido al padre (11,25-27) y enseñado a sus discípulos a hacer lo mismo (6,6-9). Ahora el cuerpo de Jesús era despedazado y su espíritu era doblegado por el poder de la muerte. El sanador tenía necesidad de ser sanado; el salvador, clamaba ardientemente la salvación.
En la tiniebla de su lucha con la muerte, el amor salvífico del Padre parecía lejano, pérfido, negado. Así Jesús grita la oración liberadora de Israel, una oración que en la paradoja de la fe lamenta la ausencia de Dios y alcanza al mismo tiempo su presencia viviente. Es la eficacia de esta oración que los espectadores desafían, irónicamente preparándose para el estallido de los acontecimientos que le darán una validación divina a la potencia de la oración extrema de Jesús.
Los espectadores nombran a Elías, injuriando a Jesús, y se preguntan si el profeta vendrá a salvarlo, pero el lector del Evangelio recuerda otra verdad importante sobre Elías. En el NT es presentado como el profeta del juicio final. El evangelio de Mateo había identificado explícitamente con Elías redivivo a Juan el bautista, el profeta que, preparando la misión mesiánica de Jesús, habría introducido el último capítulo de la historia de la humanidad (11,7-14, especialmente 11,14; 17,10-13; incluso 3,1-6, donde Juan aparece revestido como Elías). Ahora los signos de la era final, inaugurada por Juan-Elías y llevada a su realización por el mismo Jesús, están por irrumpir en el mundo.
MT 27,50: Pero Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu.
El momento de la muerte lleva con sorprendente rapidez, como sucede frecuentemente. Jesús “gritó de nuevo” y “exhaló el espíritu”.
[1] Traducido de la versión de la LXX con el término “cholé” o “hiel”, la misma palabra griega que utiliza Mateo.