Hay en el tesoro de la Tradición de la Iglesia Católica una palabra que me ha impresionado profundamente. Te la quiero entregar a ti, hermano que me escuchas o me lees todas las mañanas y todas las tardes… y a quien amo sinceramente sin conocerte.
Esta palabra es la siguiente: Cuando todo es inútil… ¡Queda María! Es decir: cuando se han agotado todos los recursos, cuando ya no hay esperanza humana, cuando ya no hay remedio… ¡Queda María!
Cuando en el hogar hay algo que se está arruinando irremediablemente, cuando ves que la felicidad ya no tornará, ¡que la unión íntima de las almas ya no se podrá humanamente reparar!… Entonces, no se te olvide… entonces, precisamente, ¡queda María!…
Si has hecho todo lo posible por educar a tus hijos, por santificarlos, por plasmarlos según el ideal que acariciaste, y ves con tristeza que no se ha obtenido nada de lo que se anhelaba, y que ya parece que no hay esperanza… entonces, precisamente, queda María.
Pero, sobre todo, en nuestras cuitas íntimas… Cuando nos damos cuenta de que no logramos lo que aspirábamos en santidad, en renovación, en belleza interior… Cuando nos sentimos implacablemente encadenados al mal, al pecado, a las miserias humanas, a la monotonía de una vida insignificante, cuando presumimos que el mañana será lo mismo que el ayer, oscuro y turbio… entonces, sin embargo, queda María. Cuando pensamos con dolor que la belleza de la vida, que la utilidad de la existencia no iluminó para nosotros, y que pasó la ocasión y la posibilidad… ¡Queda María!… ¡Queda María!…
Para los pobres, para los mendigos, para los desorientados, para los enfermos, para los desconsolados, para los prisioneros, para los leprosos, para los que padecen cáncer, para los desahuciados… ¡Queda María! Cuando ya no hay ningún remedio, queda María, ¡queda María!
Cuando se han agotado todos los recursos humanos, cuando ya no hay esperanza, queda María.
Para ti hermano que me lees… Para ti que ya no tienes ni una ilusión, ni esperanza: queda María, no se te olvide. Queda María.
Para ti hermano, y para mí, ¡siempre queda María!