Muchas gracias padre Fidel por su reflexión sobre el nacimiento de Juan el Bautista y por hacernos recapacitar en la gran responsabilidad que tenemos sobre cómo forjar la vocación de nuestros hijos. Para que han venido nuestros hijos a este mundo?
Todo nacimiento es fiesta, esperanza y tarea
Lectio de Lc 1,57-66
P. Fidel Oñoro cjm
El nacimiento de Juan Bautista es preludio de la navidad del Señor Jesús.
El ambiente natalicio se hace sentir. Precisamente desde esta perspectiva podemos releer en esta ocasión esta bella página del evangelio.
En la historia del nacimiento de Juan hay tres acciones de las que aprendemos tres lecciones:
(1) Dar nacimiento al niño.
(2) Dar nombre al niño.
(3) Dar futuro al niño.
1. Dar nacimiento al niño
“A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo” (Lc 1,57).
Los hijos vienen a la luz como cumplimiento de un proyecto, vienen de Dios. Son puestos en brazos de la madre, trayendo consigo una chispa de infinito: alegría para sus padres y una palabra de parte Dios.
Uno, Juan Bautista y sus padres
Los niños no hacen por acaso, sino para una profecía.
En su viejo corazón, los progenitores sienten que el pequeño pertenece a una historia mucho más grande, que los hijos no son nuestros. Ellos pertenecen a Dios, a sí mismos, a su vocación y al mundo.
El progenitor es solamente como el arco donde se coloca e impulsa la flecha que hace volar lejos a los hijos en la realización de su vocación particular.
Dos, Juan bautista y Dios
El nacimiento de Juan bautista se inscribe dentro de un proyecto de Dios que proviene del Antiguo Testamento y que tiene largo alcance en el Nuevo.
El puente entre los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, es un tiempo de silencio.
La Palabra, que se había quitado al sacerdote y al templo, se está entretejiendo ahora en el vientre de dos madres.
2. Dar nombre al niño, recuperar el habla y bendecir a Dios
Dios traza su historia sobre el calendario de la vida y no en el confín estrecho de las instituciones.
Asistimos a un revolcón revolucionario de las partes, el sacerdote calla y es la mujer la que toma la palabra: “Se llamará Juan” (1,60), que en hebreo significa “gracia”, mejor, “don de Dios”. Luego el padre lo ratifica (1,63).
Isabel ha entendido que la vida, el amor que siente agitar dentro de sí, es un pedacito de Dios.
Que la identidad de su niño es la de ser un “don” para los demás. Y que esta es la identidad profunda de todos nosotros: el nombre de todo niño es “don perfecto”.
Estaba la palabra aprisionada en un recinto hasta cuando la mujer fue madre y el hogar se convirtió en cuna de profetas.
Y es precisamente cuando llega el momento de dar nombre al niño, cuando ocurre otro milagro: Zacarías vuelve a hablar.
“En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios” (1,64).
Zacarías se había quedado mudo porque no había creído en el anuncio del ángel (1,20). Y lo explicamos antes, fueron nueve meses de gestación de la Palabra. Había cerrado los oídos del corazón y desde entonces perdió la palabra. No escuchó, y entonces se quedó sin nada qué decir. Pero, como se verá, la palabra renace proféticamente en un cántico nuevo inspirado por el Espíritu. Sólo en el silencio podía germinar.
Justo cuando Zacarías indica el nombre del hijo, enseguida vuelve a florecer la palabra en sus labios. La Palabra de Dios se ha cumplido, ahora la puedes anunciar.
Son pistas bíblicas que me hacen pensar.
Cuando nosotros los creyentes dejamos de lado la Palabra de Dios y su conexión con la vida, es como si nos quedáramos afónicos, insignificantes.
Hablamos, sí, pero no nos entienden ni nos escuchan, no emitimos ya ningún mensaje con significado y valor para nadie.
Pero atención con esto: las dudas del anciano sacerdote no detuvieron la acción de Dios. Dios siguió adelante. La Palabra es libre.
Es una realidad grande y consoladora: mis defectos, mi poca fe, no detienen el impulso salvador de Dios.
Las primeras palabras que pronuncia Zacarías, después del largo silencio, elevan una oración a Dios: “Se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios” (1,64)
Zacarías “bendice”. ¿Qué es bendecir?
No es simplemente decir-bien (del latín “bene-dicere” o del griego “eu-logeō”; pero no así en hebreo). Es mucho más que eso.
La primera bendición de Dios en la Biblia es “creced y multiplicaos” (Gn 1,22). En hebreo se dice ‘Barak’, término que connota una acción creadora.
Por tanto, la bendición no es un simple deseo ni un augurio, es una energía de vida, una fuerza de crecimiento y de nacimiento que desciende de lo alto, que nos toca en lo profundo, que nos envuelve, que nos lleva a vivir la vida como una deuda de amor que se paga sólo cuando se da la vida por otros.
Y, viceversa, cuando nosotros “bendecimos” a Dios lo que hacemos es reconocer públicamente que lo que ha ocurrido en nuestra vida es fruto de su acción vivificante y no de la casualidad ni de nuestro esfuerzo.
Bendecir a Dios es proclamar que él es la fuente y el origen del nuevo paso vital que estamos experimentando.
Esta es la maravilla de una natividad.
3. Contemplar con esperanza el futuro del niño
“Y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo: ‘¿Qué va a ser, entonces, este niño?’. Porque la mano del Señor estaba con él” (1,66).
“¿Qué va a ser este niño?”. Gran pregunta que vale la pena repetir delante de todo niño que nace.
Una pregunta que se hace con veneración y respeto ante el misterio de cada cuna.
¿Qué llegará a ser, además de ser un don que viene de lo alto? ¿Qué traerá al mundo?
Veamos cómo la narrativa proyecta la respuesta:
Uno. Será un don único e inagotable: el espacio de una gran alegría.
Una buena noticia resonará en sus labios. Su predicación que empezará en el desierto y hará reverdecer la existencia de todos los que lo escuchen.
Dos. Será un precursor, un abridor de caminos, la profecía de una palabra única que Dios ha pronunciado y que no repetirá nunca más.
Juan será el que le abra camino al Señor. Dios quiso que hubiera uno que le preparara el camino. Y lo mismo ocurre hoy: cada uno de nosotros tiene necesidad de un hermano o de una hermana que nos ayude a encontrar al Señor.
Cada uno cree por sí mismo, pero nadie puede creer solo. Todos tenemos necesidad de un Juan Bautista que nos presente al Señor.
Si nos dejamos ayudar, veremos cosas nuevas y podremos cantar como Zacarías, porque el Señor ha visitado su pueblo.
Tres. Será la “voz que clama en el desierto”.
Pues sí, Juan será la “voz”, precisamente como el Bautista, pero el contenido, la Palabra misma, será otro, Jesús.
Que gran profundidad entraña la pregunta ante el bebé recién nacido: “¿Qué irá a ser de este niño?”.
La pregunta estupefacta ante Juanito que nace, es la pregunta que deberíamos hacernos ante todo niño que viene al mundo.
En fin…
Hoy vemos en el Evangelio cómo un pequeño niño es capaz de cambiar completamente la vida de los adultos.
La natividad de un niño, como le sucedió a Zacarías, es una estupenda ocasión de abrirnos ante lo inédito de cada historia personal, para sanar nuestra falta de esperanza y para acoger la radical novedad del Dios de la Vida que cada día está dispuesto a impresionarnos en cada criaturita que viene al mundo festejado por la sonrisa emocionada de sus papás.
Feliz Navidad Padre Fidel, gracias por animar dia a dia nuestra vida toda con la interpretacion profunda y poetica de la Palabra. Me gozo en el Señor al escucharlo. Un abrazo fratrrnal en Jesus Niño, para que sea El quien siempre lo guarde y mantenga en su presencia.
Muchas gracias padre Fidel por su reflexión sobre el nacimiento de Juan el Bautista y por hacernos recapacitar en la gran responsabilidad que tenemos sobre cómo forjar la vocación de nuestros hijos. Para que han venido nuestros hijos a este mundo?
🙏🏻🙏🏻🙏🏻
Todo nacimiento es fiesta, esperanza y tarea
Lectio de Lc 1,57-66
P. Fidel Oñoro cjm
El nacimiento de Juan Bautista es preludio de la navidad del Señor Jesús.
El ambiente natalicio se hace sentir. Precisamente desde esta perspectiva podemos releer en esta ocasión esta bella página del evangelio.
En la historia del nacimiento de Juan hay tres acciones de las que aprendemos tres lecciones:
(1) Dar nacimiento al niño.
(2) Dar nombre al niño.
(3) Dar futuro al niño.
1. Dar nacimiento al niño
“A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo” (Lc 1,57).
Los hijos vienen a la luz como cumplimiento de un proyecto, vienen de Dios. Son puestos en brazos de la madre, trayendo consigo una chispa de infinito: alegría para sus padres y una palabra de parte Dios.
Uno, Juan Bautista y sus padres
Los niños no hacen por acaso, sino para una profecía.
En su viejo corazón, los progenitores sienten que el pequeño pertenece a una historia mucho más grande, que los hijos no son nuestros. Ellos pertenecen a Dios, a sí mismos, a su vocación y al mundo.
El progenitor es solamente como el arco donde se coloca e impulsa la flecha que hace volar lejos a los hijos en la realización de su vocación particular.
Dos, Juan bautista y Dios
El nacimiento de Juan bautista se inscribe dentro de un proyecto de Dios que proviene del Antiguo Testamento y que tiene largo alcance en el Nuevo.
El puente entre los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, es un tiempo de silencio.
La Palabra, que se había quitado al sacerdote y al templo, se está entretejiendo ahora en el vientre de dos madres.
2. Dar nombre al niño, recuperar el habla y bendecir a Dios
Dios traza su historia sobre el calendario de la vida y no en el confín estrecho de las instituciones.
Asistimos a un revolcón revolucionario de las partes, el sacerdote calla y es la mujer la que toma la palabra: “Se llamará Juan” (1,60), que en hebreo significa “gracia”, mejor, “don de Dios”. Luego el padre lo ratifica (1,63).
Isabel ha entendido que la vida, el amor que siente agitar dentro de sí, es un pedacito de Dios.
Que la identidad de su niño es la de ser un “don” para los demás. Y que esta es la identidad profunda de todos nosotros: el nombre de todo niño es “don perfecto”.
Estaba la palabra aprisionada en un recinto hasta cuando la mujer fue madre y el hogar se convirtió en cuna de profetas.
Y es precisamente cuando llega el momento de dar nombre al niño, cuando ocurre otro milagro: Zacarías vuelve a hablar.
“En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios” (1,64).
Zacarías se había quedado mudo porque no había creído en el anuncio del ángel (1,20). Y lo explicamos antes, fueron nueve meses de gestación de la Palabra. Había cerrado los oídos del corazón y desde entonces perdió la palabra. No escuchó, y entonces se quedó sin nada qué decir. Pero, como se verá, la palabra renace proféticamente en un cántico nuevo inspirado por el Espíritu. Sólo en el silencio podía germinar.
Justo cuando Zacarías indica el nombre del hijo, enseguida vuelve a florecer la palabra en sus labios. La Palabra de Dios se ha cumplido, ahora la puedes anunciar.
Son pistas bíblicas que me hacen pensar.
Cuando nosotros los creyentes dejamos de lado la Palabra de Dios y su conexión con la vida, es como si nos quedáramos afónicos, insignificantes.
Hablamos, sí, pero no nos entienden ni nos escuchan, no emitimos ya ningún mensaje con significado y valor para nadie.
Pero atención con esto: las dudas del anciano sacerdote no detuvieron la acción de Dios. Dios siguió adelante. La Palabra es libre.
Es una realidad grande y consoladora: mis defectos, mi poca fe, no detienen el impulso salvador de Dios.
Las primeras palabras que pronuncia Zacarías, después del largo silencio, elevan una oración a Dios: “Se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios” (1,64)
Zacarías “bendice”. ¿Qué es bendecir?
No es simplemente decir-bien (del latín “bene-dicere” o del griego “eu-logeō”; pero no así en hebreo). Es mucho más que eso.
La primera bendición de Dios en la Biblia es “creced y multiplicaos” (Gn 1,22). En hebreo se dice ‘Barak’, término que connota una acción creadora.
Por tanto, la bendición no es un simple deseo ni un augurio, es una energía de vida, una fuerza de crecimiento y de nacimiento que desciende de lo alto, que nos toca en lo profundo, que nos envuelve, que nos lleva a vivir la vida como una deuda de amor que se paga sólo cuando se da la vida por otros.
Y, viceversa, cuando nosotros “bendecimos” a Dios lo que hacemos es reconocer públicamente que lo que ha ocurrido en nuestra vida es fruto de su acción vivificante y no de la casualidad ni de nuestro esfuerzo.
Bendecir a Dios es proclamar que él es la fuente y el origen del nuevo paso vital que estamos experimentando.
Esta es la maravilla de una natividad.
3. Contemplar con esperanza el futuro del niño
“Y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo: ‘¿Qué va a ser, entonces, este niño?’. Porque la mano del Señor estaba con él” (1,66).
“¿Qué va a ser este niño?”. Gran pregunta que vale la pena repetir delante de todo niño que nace.
Una pregunta que se hace con veneración y respeto ante el misterio de cada cuna.
¿Qué llegará a ser, además de ser un don que viene de lo alto? ¿Qué traerá al mundo?
Veamos cómo la narrativa proyecta la respuesta:
Uno. Será un don único e inagotable: el espacio de una gran alegría.
Una buena noticia resonará en sus labios. Su predicación que empezará en el desierto y hará reverdecer la existencia de todos los que lo escuchen.
Dos. Será un precursor, un abridor de caminos, la profecía de una palabra única que Dios ha pronunciado y que no repetirá nunca más.
Juan será el que le abra camino al Señor. Dios quiso que hubiera uno que le preparara el camino. Y lo mismo ocurre hoy: cada uno de nosotros tiene necesidad de un hermano o de una hermana que nos ayude a encontrar al Señor.
Cada uno cree por sí mismo, pero nadie puede creer solo. Todos tenemos necesidad de un Juan Bautista que nos presente al Señor.
Si nos dejamos ayudar, veremos cosas nuevas y podremos cantar como Zacarías, porque el Señor ha visitado su pueblo.
Tres. Será la “voz que clama en el desierto”.
Pues sí, Juan será la “voz”, precisamente como el Bautista, pero el contenido, la Palabra misma, será otro, Jesús.
Que gran profundidad entraña la pregunta ante el bebé recién nacido: “¿Qué irá a ser de este niño?”.
La pregunta estupefacta ante Juanito que nace, es la pregunta que deberíamos hacernos ante todo niño que viene al mundo.
En fin…
Hoy vemos en el Evangelio cómo un pequeño niño es capaz de cambiar completamente la vida de los adultos.
La natividad de un niño, como le sucedió a Zacarías, es una estupenda ocasión de abrirnos ante lo inédito de cada historia personal, para sanar nuestra falta de esperanza y para acoger la radical novedad del Dios de la Vida que cada día está dispuesto a impresionarnos en cada criaturita que viene al mundo festejado por la sonrisa emocionada de sus papás.
Gracias!
Feliz Navidad Padre Fidel, gracias por animar dia a dia nuestra vida toda con la interpretacion profunda y poetica de la Palabra. Me gozo en el Señor al escucharlo. Un abrazo fratrrnal en Jesus Niño, para que sea El quien siempre lo guarde y mantenga en su presencia.