El ser humano necesita alimento cada día para mantenerse en pie, con energía y con vida.
Del mismo modo, nuestra vida espiritual requiere de un alimento que nos sostenga, ilumine y fortalezca: la Palabra de Dios. Ella no es un simple texto escrito hace siglos, sino la voz viva del Señor que sigue hablándonos hoy, en medio de nuestras alegrías y luchas.
Cuando nos acercamos a la Sagrada Escritura con fe, experimentamos que cada versículo tiene la fuerza de renovar el corazón, corregir nuestros pasos y darnos esperanza. El salmista lo expresa con claridad: “Tu Palabra es lámpara para mis pasos y luz en mi sendero” (Sal 119,105). En un mundo lleno de ruidos, opiniones y noticias pasajeras, escuchar la Palabra es encontrar un faro seguro que orienta la vida.
Al igual que el pan que comemos nutre el cuerpo, la Palabra alimenta el alma. Jesús mismo lo recordó cuando fue tentado en el desierto: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Con estas palabras nos enseña que ninguna riqueza, éxito o satisfacción humana puede sustituir la fuerza que da su mensaje. Quien se alimenta de ella, adquiere la sabiduría y la fortaleza necesarias para caminar con fe.
La Palabra de Dios también es medicina que sana heridas interiores, consuelo en las pruebas y fuente de alegría en los momentos de oscuridad. Cuando la leemos con un corazón abierto, el Espíritu Santo actúa en nosotros y nos transforma poco a poco. San Jerónimo afirmaba: “Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo”. Por eso, cada página de la Biblia es un encuentro con el mismo Jesús, Palabra hecha carne.
Hacer de la Palabra de Dios nuestro alimento diario implica un compromiso concreto: dedicar un momento cada día a leerla, meditarla y dejar que ella nos cuestione. No se trata solo de leer por leer, sino de escucharla como un mensaje personal. Es útil comenzar con los evangelios, donde encontramos las palabras y gestos de Jesús, y luego avanzar hacia los demás libros. Una práctica sencilla es leer un pasaje breve cada mañana y llevarlo en el corazón durante la jornada.
La vida del cristiano florece cuando se alimenta de la Palabra. Así como el cuerpo debilitado necesita comida para recuperar fuerzas, también el alma cansada necesita escuchar la voz de Dios para levantarse. Alimentarnos de ella diariamente nos permite vivir con esperanza, discernir con claridad y responder con amor a los desafíos de la vida.
Que nuestra oración sea siempre: “Señor, dame hambre de tu Palabra, que ella sea mi pan de cada día y la fuerza que sostiene mi caminar”