El Espíritu Santo, enviado por el Padre a los apóstoles en Pentecostés, es quien anima a la Iglesia para que esta se mueva en pro de la salvación de las almas. Él, como Paráclito, ayuda a todos los que abren su corazón a una experiencia renovadora y transformadora que coloca a quien lo recibe en sintonía con la voluntad del Padre. Es claro que se necesita disposición y humildad, teniendo presente que es Él quien actúa y lleva todo a buen término.
Iglesia carismática e Iglesia jerárquica:
Desde sus inicios, la Iglesia ha sido carismática, ya que en ella han prevalecido las acciones de Cristo. Con la consolidación del cristianismo, nació la jerarquía, la cual se encarga de pastorear y de acompañar los procesos de fe de todos los creyentes. Estas dos dimensiones están intrínsecamente relacionadas y tienen como objetivo llevar al hombre al encuentro pleno con el Señor, quien, por medio de sus ministros ordenados y de los sacramentos, dispensa la gracia a toda la humanidad para que, siendo renovada, sea testimonio para el mundo de las acciones de Cristo.
El Espíritu anima:
El Papa Pablo VI explicaba en su momento que es el mismo Espíritu el que anima a la Iglesia. Él, que la ha acompañado desde el inicio, respalda a cada evangelizador con el fuego de su amor para que este sea contundente y capaz de cumplir con el mandato de Jesús. Esto implica una apertura total a la acción del Espíritu, una fe consolidada en la Roca que es Dios, y la intercesión de la Bienaventurada Virgen María como Madre de Pentecostés y Madre de todos los creyentes.