Oración misionera por la Iglesia y por el mundo

La misión de la Iglesia nace del corazón de Dios, que envió a su Hijo Jesucristo como luz para todas las naciones y que, por la fuerza del Espíritu Santo, impulsa a sus discípulos a anunciar la Buena Noticia hasta los confines de la tierra. En este camino, la oración ocupa un lugar central: es la fuente que sostiene la misión y el medio por el cual el Evangelio se convierte en vida para quienes lo reciben.

Orar por la misión es abrir nuestro corazón al latido del mismo Cristo, que nos invita a pedir al Padre que envíe obreros a su mies (cf. Lc 10,2). No se trata de una oración egoísta o reducida a nuestras necesidades, sino de una plegaria universal, amplia, que abraza los dolores, esperanzas y desafíos de toda la humanidad. Una verdadera oración misionera no conoce fronteras: incluye a los pueblos que todavía no han escuchado el nombre de Jesús, a las Iglesias jóvenes que florecen en medio de dificultades, y a las comunidades que sufren persecución, pobreza o indiferencia.

Cuando la Iglesia ora por el mundo, lo hace con la certeza de que el Espíritu Santo sigue actuando en la historia. Pedimos por la paz donde reina la violencia, por la justicia donde domina la corrupción, por la reconciliación donde hay divisiones, y por la esperanza en medio de tantas situaciones de sufrimiento. Nuestra intercesión se convierte entonces en una ofrenda de amor que se une al sacrificio de Cristo, redentor de todos los pueblos.

La oración misionera también nos transforma a nosotros mismos: nos hace más sensibles al dolor de los demás, nos impulsa a salir de la comodidad y nos prepara para ser testigos creíbles del Evangelio. Al orar por la Iglesia y por el mundo, el corazón se ensancha y aprendemos a vivir la universalidad de la fe, sabiendo que somos hermanos más allá de culturas, lenguas o naciones.

Que nuestra oración sea perseverante y confiada, sostenida en la certeza de que “el Señor escucha el clamor de su pueblo” (cf. Sal 34,18). Una Iglesia que ora por la misión es una Iglesia viva, abierta y comprometida con el Reino de Dios. Hoy más que nunca necesitamos levantar nuestras manos al cielo para interceder, para dar gracias y para pedir que la luz de Cristo ilumine cada rincón del mundo.

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