Cada 15 de septiembre la Iglesia celebra a la Virgen de los Dolores, la Madre que permaneció fiel junto a la cruz de su Hijo. Su figura nos recuerda que el amor verdadero no se aparta en los momentos difíciles, sino que acompaña con firmeza y esperanza. María sufrió con Jesús, no como espectadora lejana, sino como Madre que comparte el dolor más grande que puede experimentar un corazón humano: ver morir al hijo amado.
La tradición cristiana nos invita a contemplar los llamados Siete Dolores de la Virgen: la profecía de Simeón, la huida a Egipto, la pérdida del Niño en el templo, el encuentro con Jesús camino al Calvario, la crucifixión, el recibir en brazos a su Hijo muerto y, finalmente, su sepultura. Cada uno de estos momentos refleja que la fe de María fue probada en el dolor, pero nunca quebrada. En ella vemos una mujer que no huye ni se rebela, sino que permanece de pie, unida al misterio de la cruz.
Esta fiesta no es solo memoria de un sufrimiento pasado, sino una enseñanza para nuestro presente. En nuestras propias cruces, en las pruebas familiares, en la enfermedad o la pérdida, María se hace cercana. Como Madre Dolorosa nos acompaña y nos recuerda que el dolor no tiene la última palabra, porque junto a la cruz siempre está la promesa de la resurrección.
En Colombia, esta devoción ha echado raíces profundas. Desde las procesiones solemnes en ciudades como Popayán hasta las advocaciones locales como la Virgen de Manare en Casanare, el pueblo sencillo la invoca con confianza. La Dolorosa se ha convertido en refugio para quienes claman consuelo y fortaleza, en signo de que la fe ilumina aun en medio de las pruebas más duras.
Mirar hoy a la Virgen de los Dolores es dejar que su testimonio de fe y esperanza toque nuestro propio corazón. Ella nos enseña que el dolor no destruye cuando se vive con Dios, que se puede sufrir y al mismo tiempo confiar. Su presencia maternal nos impulsa a no rendirnos, a permanecer firmes, a creer que toda cruz es camino hacia la vida.