Cada 2 de septiembre, la Congregación de Jesús y María recuerda con gratitud y esperanza a los Beatos Mártires Eudistas: Francisco Luis Hébert, Francisco Lefranc y Pedro Claudio Pottier, sacerdotes que en 1792 entregaron su vida durante la persecución religiosa desencadenada por la Revolución Francesa. En medio de un tiempo marcado por la violencia y la imposición de un juramento que obligaba a los clérigos a subordinarse al Estado, estos hombres eligieron permanecer fieles a Cristo y a la Iglesia, aun a costa de su propia vida.
Francisco Luis Hébert, nacido en 1735, fue confesor del rey y prefecto de ordenandos en Caen, y su influencia lo llevó a impulsar la consagración de Francia al Sagrado Corazón. Francisco Lefranc, nacido en 1739, era vicario general de Coutances y Superior del seminario mayor, destacado por su firme oposición a la masonería y su defensa de la fe. Pedro Claudio Pottier, nacido en 1743, era superior del seminario Saint-Vivien de Rouen; aunque en un inicio firmó el juramento exigido por la Revolución, tuvo la humildad de retractarse públicamente, convirtiéndose en un fuerte predicador contra un movimiento que se había vuelto abiertamente antirreligioso.
El convento de los Carmelitas en París, convertido en prisión y lugar de tortura, fue escenario de su martirio. Allí, junto a más de un centenar de obispos y sacerdotes, fueron asesinados los días 2 y 3 de septiembre de 1792. Sus vidas, entregadas hasta el final, reflejan la espiritualidad de San Juan Eudes, quien afirmaba que “la perfección de la vida cristiana es el martirio” y que los mártires pertenecen a Jesús de una manera especial, pues vivieron y murieron por Él.
El Papa Pío XI los beatificó el 17 de octubre de 1926, reconociendo en ellos el testimonio luminoso de un amor que se entrega sin reservas. Hoy, su ejemplo sigue vivo y nos invita a vivir con decisión nuestra fe, a mantenernos firmes en medio de las pruebas y a dar razón de nuestra esperanza en Cristo. Que los Beatos Mártires Eudistas intercedan por nosotros y nos ayuden a entregar nuestra vida como un verdadero acto de amor al Señor.