A las siete de la noche, en aquella casita campesina, rezaron el rosario, sentados en burdos troncos de madera. Ya el viejo se había fumado en silencio su tabaco, y la señora, con su hija mayor, había lavado los platos de barro cocido.
Eran ocho por todos: los dos “viejos” y, ¡seis hijos! Cuatro muchachos y dos “señoritas”. Mientras rezaban, llegaba de vez en cuando desde el bosque el canto triste de un pájaro nocturno. Al frente de la casita se extendía el maizal y, más allá, el cafetal sombrío y resonante.
Después de la plegaria, el padre de familia dijo con voz opaca, llena de presentimiento: “Recemos ahora a nuestra Señora del Carmen para que nos proteja esta noche”. Y rezaron tres avemarías. “¡Recemos también por la bendita alma del difunto Misael, a quien mataron anoche! Padre nuestro…”.
Y luego entraron en la alcoba y se acostaron en sus humildes lechos de cuero crudo, después de haber trancado muy bien la puerta y de haber soltado los perros, que se echaron en el corredor de tierra pisada. Y apagaron el candil.
Sería cerca de la media noche, o tal vez las primeras horas de la madrugada, cuando se oyó ladrar furiosamente a los perros y se oyeron pisadas en el maizal. Eran tres enruanados, que se acercaban. Hablaban muy bajo. Llegaron a la puerta y tocaron. El padre de familia se echó la cruz, prendió una vela y se acercó a la puerta.
¿Quiénes son? ¿Qué quieren?
Somos amigos… Queremos un poco de café negro, porque llevamos tres horas de camino.
La puerta era débil y el campesino vio que era inútil resistir por la fuerza. Abrió. Aparecieron tres hombres altos y fornidos, de rostros siniestros.
Amigos -dijo el campesino- con mucho gusto vamos a hacerles el cafecito. Mija, levántate y prende el fogón, a ver qué les podemos dar a estos hermanos. ¿Vienen del pueblo?..
Eso no le importa. Muéstrenos la cédula.
Aquí está mi cédula, dijo el campesino, sacándola del baúl.
El pobre agricultor comprendió inmediatamente que venían a asesinarlo. Pero tuvo dominio suficiente para hablarles a aquellos tres forajidos. Su voz era una voz baja, que no temblaba.
Conque lo que ustedes vienen a hacer es a matarme… Está muy bien. Pero díganme: ¿Ustedes saben lo que van a hacer? ¿Saben lo que es matar a un hombre? ¿A un hombre vivo? ¿A un hombre que apenas sí tiene tiempo de hacer lo que debe hacer en la vida?
Mírenme las manos… ¡Tóquenme estos callos!… Ellas fueron las que abrieron este monte… y sembraron la huerta y el cafetal y las que hicieron esta casita. Miren a mis seis hijos, ellos nacieron de mí. Yo los he alimentado con mi sudor y con mi trabajo… ¿Y ustedes me van a matar?
¿Simplemente porque opino de tal o cual modo? ¿No tengo yo, y tienen ustedes, derecho para opinar como queramos, con tal de no ir contra la Ley de Dios y de no hacer mal a nadie? Y, sobre todo, en cuestiones que ninguno de nosotros entiende plenamente… ¡Es matar inútilmente!… ¡Miserablemente!…
¿Ustedes no tienen hijos? ¿Ustedes sí se dan cuenta de lo que es matar a un padre de seis hijos?
Mientras el hombre hablaba con voz honda, que salía del alma, las hijitas se apretujaban una contra otra, cubiertas con una colcha, y los muchachos se habían levantado y estaban acurrucaditos en un rincón de la alcoba, medio dormidos, sin darse cuenta de lo que querían esos hombres con su papá… La señora, de pie, al lado de su esposo, lloraba. El campesino prosiguió:
¿No son ustedes católicos? ¿No van a misa los domingos? ¡Allá yo los he visto! ¿No se nos ha dicho muchas veces que somos hermanos unos de otros, y que somos hijos de Dios? Entonces… ¿Por qué van a matar a un hijo de Dios?
Matarle un hijo a Dios… ¿Saben ustedes lo que es un hijo de Dios? ¿No decimos todos los días: “Padre nuestro que estás en los cielos…”?
Si ustedes me matan… ¿con qué se van a lavar las manos después? No hay nada con qué lavarse las manos después de haber asesinado a un hombre. Aunque se laven con toda el agua del mar… Aunque se laven con agua de luceros o con agua de lágrimas, no van a poderse limpiar las manos cuando salgan de aquí.
¿A dónde van ustedes a huir después de que hagan lo que piensan hacer? Yo estoy vivo ahora… Puedo trabajar, puedo tener más hijos, puedo cuidar de los que tengo; y dentro de un momento, voy a estar aquí, muerto en un charco de sangre, porque ustedes me mataron por nada…
El campesino concluyó con una voz increíblemente baja y firme:
¿No oyeron ustedes al señor cura, hace no más quince días, que nos leyó a todos estas palabras que no se me han olvidado: “Maldito el que ocultamente hiere a su prójimo…”. Y todos debían responder: “Así sea…”. “Maldito el que reciba dones para herir de muerte a una vida inocente”, y todo el pueblo responderá: “Así sea…”?
Ahora sí, ya que me escucharon, pueden matarme… Yo no tiemblo para morir, porque estoy en gracia de Dios… Pero apelo a Dios, y Él me vengará. Y caerá sobre ustedes mi sangre, como una mancha atroz y negra… ¡Vayan después a lavarse las manos! ¡Caín no se las ha podido lavar todavía!…
Los tres “enruanados” habían escuchado en silencio a aquel hombre. No sabían ellos mismos por qué habían soportado sus palabras. Era su voz honda, y su mirada y sobre todo la fuerza con que decía: “¿Saben ustedes lo que es matar a un hombre, a un hombre vivo?…”.
Se sintieron dominados por ese campesino inerme que, en franela y descalzo, hablaba sin que le temblara la voz antes de morir.
Bajaron la cabeza y no sabían qué hacer. Uno de ellos, que parecía el jefe, dijo con voz temblorosa:
No amigo, no lo vamos a matar… Perdónenos… ¡Es que somos brutos! ¡Es que somos animales! Nunca habíamos oído decir con ese acento: matar a un hombre… matar a un cristiano, matar a un hermano…
Si nos lo hubieran dicho antes, no tendríamos las manos manchadas, como usted dice, que no se van a poder limpiar ni con toda el agua del mar ni con agua de luceros ni con agua de lágrimas.
Somos unos miserables, ¡y no tenemos perdón!…
El montañés se acercó al asesino y le dijo, poniéndole las manos sobre los hombros:
El padre cura nos dijo también que lo que los hombres no pueden perdonar lo puede perdonar Dios. Quedamos amigos, quedamos hermanos… Nadie sabrá lo que ha pasado esta noche aquí. ¿Quieren que les hagamos siempre el cafecito?…
No gracias… Lo que quisiéramos es agua, ¡para lavarnos las manos!
DIOS le bendiga. P Rafael Garcia Herreros ruega por nosotros.
Santo día.