En la historia de la Iglesia brillan figuras, que con su vida entregada buscaron sanar heridas, unir corazones y reconciliar a quienes se encontraban divididos. Entre ellas, resplandece el nombre de San Josafat Kuncewicz, conocido como el mártir de la unidad y llamado por algunos de sus enemigos “el ladrón de almas”, no porque las arrancara, sino porque las ganaba para Cristo con amor, firmeza y mansedumbre.
Nacido en Volinia (actual Ucrania) en 1580, en el seno de una familia profundamente ortodoxa, Juan Kuncewicz —su nombre secular— creció en medio de un ambiente marcado por las tensiones religiosas entre la Iglesia Ortodoxa y la Iglesia Greco-Católica, que había entrado en comunión con Roma. El joven Juan, tras profundizar en la enseñanza de los Padres de la Iglesia y la tradición apostólica, descubrió la riqueza espiritual de la unidad eclesial y decidió entregarse plenamente al ideal de una sola fe bajo el pastoreo del Sucesor de Pedro.
Ingresó en la Orden de San Basilio y tomó el nombre de Josafat. Allí, como monje, sacerdote y posteriormente arzobispo de Pólatsk, se distinguió por su amor ardiente a la Eucaristía, su devoción a la Virgen —especialmente a la Madre de Czestochowa—, su disciplina austera y su incansable entrega pastoral. Reformó monasterios, escribió catecismos, fortaleció el clero, reconstruyó templos y trabajó con la firme convicción de que la unidad no significa uniformidad, sino comunión viva fundada en la verdad y el amor.
Sin embargo, su celo por la unidad desató violentas oposiciones. En un contexto político y religioso complejo, algunos lo acusaron injustamente de “proselitista” y traidor a la tradición. Su fidelidad al Papa y su llamado a la reconciliación despertaron odios que culminaron en su martirio.
El 12 de noviembre de 1623, en Vítebsk, una turba lo atacó brutalmente: lo golpearon, lo hirieron con una lanza y abrieron su cabeza con un arma. Finalmente, su cuerpo fue arrojado a un río. San Josafat entregó su vida diciendo:
“Estoy dispuesto a morir por la unidad de la Iglesia.”
Fue canonizado en 1867 y hoy su memoria litúrgica se celebra el 12 de noviembre. Sus restos reposan en la Basílica de San Pedro, junto al altar de San Basilio, como un signo visible de lo que su vida predicó: que la verdadera unidad nace de Cristo y conduce siempre hacia Cristo.
Su testimonio sigue vigente. En tiempos donde la división parece crecer en familias, comunidades y naciones, San Josafat nos recuerda que la unidad no se impone: se construye, con paciencia, caridad, verdad y fidelidad al Evangelio.


