San Martín de Tours fue un hombre que pasó de ser soldado del Imperio Romano a convertirse en soldado de Cristo. Nació en Panonia, en una familia pagana y militar, y, aun siendo niño, se sintió atraído por la fe cristiana. Su corazón se inclinó a Jesús antes incluso de ser bautizado. Ingresó al ejército, como correspondía a la tradición familiar, pero allí, en medio de la disciplina y el ambiente duro de la vida castrense, aprendió algo decisivo: la caridad cristiana no se vive solo en templos, sino en el camino, en el encuentro concreto con el que sufre.
La escena más recordada de su vida ocurre una noche de invierno, cuando, montado en su caballo, encontró a un mendigo que tiritaba de frío cerca de la puerta de Amiens. Nadie ayudaba a aquel hombre. Martín, conmovido, tomó su espada y partió su capa en dos, entregándole una mitad para que se cubriera. Aquella capa no era completamente suya, pues pertenecía al ejército, pero Martín no dudó: lo que sí podía entregar, lo entregó. Aquella noche soñó con Cristo vestido con la misma mitad de la capa, diciendo a los ángeles: “Martín, todavía catecúmeno, me ha cubierto con este vestido”. Ese gesto sencillo, humilde y radical, marcó el rumbo de su vida. Nunca más serviría a otro señor que no fuera Jesús.
Abandonó la milicia, no por miedo, sino porque entendió que su única batalla verdadera debía librarla por el Evangelio. Se hizo discípulo de Hilario de Poitiers y, con el tiempo, fundó uno de los primeros monasterios de Europa. Su vida fue austera, dedicada a la oración, a la misión y a la defensa de la fe. Evangelizó la Galia, derribó ídolos, combatió errores doctrinales, pero también enseñó que la verdad no se impone con violencia, sino con la fuerza de la mansedumbre y la caridad.
Fue consagrado obispo de Tours, aunque él nunca dejó de ser hombre sencillo. Prefería vivir entre monjes, trabajar cerca de la gente y recorrer pueblos anunciando a Cristo. Se dice que su presencia llevaba paz, que donde él llegaba, la gente encontraba consuelo. Sulpicio Severo, su contemporáneo, escribió su vida mostrando en él un corazón firme contra el mal, pero tierno hacia los pobres.
San Martín murió en el año 397, amado por su pueblo. Su tumba pronto se convirtió en lugar de peregrinación, y su figura se extendió por toda Europa. No se le recuerda por grandes discursos, ni por conquistas militares, sino por una caridad humilde, concreta y valiente. Por eso es patrono de soldados, trabajadores y pueblos enteros, y protector de quienes desean servir sin violencia y amar sin medida.
La mitad de una capa, cortada con una espada, se convirtió en símbolo de un Evangelio vivido de verdad. A veces, la santidad no consiste en darlo todo, sino en dar lo que uno tiene y puede. Cristo no le pidió a Martín la capa entera, solo la parte capaz de abrigar al hermano.
La santidad comienza así: con un corazón que se detiene, mira, se compadece y actúa. Con un amor que no se excusa. Con una caridad que se vuelve gesto. Con un Jesús que, cada vez que revestimos al pobre, vuelve a decir: “Lo que hicieron con uno de estos pequeños, conmigo lo hicieron”.





