La Palabra de Dios no es un simple texto antiguo ni un conjunto de historias del pasado. Es Palabra viva, que ilumina, consuela y transforma. Sin embargo, esa Palabra solo cobra verdadero poder cuando es encendida por el Espíritu Santo. Sin su acción, la Biblia podría quedar en la mera letra; pero con el Espíritu, se convierte en fuego que arde en el corazón y luz que guía el camino.
Desde los primeros discípulos, la experiencia es clara: leer o escuchar la Escritura en el Espíritu Santo es un encuentro personal con el mismo Jesús resucitado. Recordemos a los caminantes de Emaús: su corazón ardía mientras Él les explicaba las Escrituras. No era solo información, sino transformación interior.
El Espíritu Santo es quien abre nuestra mente y nuestro corazón para comprender la Palabra. Nos revela su sentido más profundo, adaptado a la realidad concreta de cada persona y de cada comunidad. Él la actualiza, la hace cercana y la convierte en respuesta para los desafíos de hoy. Así, una lectura sencilla puede convertirse en una experiencia de encuentro con Dios, capaz de movernos a la conversión y a la misión.
Por eso, cuando nos acercamos a la Biblia, no basta con leerla con los ojos: es necesario invocar al Espíritu Santo. Una breve oración como “Ven, Espíritu de Dios, ilumina mi mente y enciende mi corazón” abre las puertas para que esa Palabra se convierta en semilla fecunda.
La Palabra encendida por el Espíritu Santo se convierte en fuerza para anunciar, en alimento para la fe y en luz para discernir. Quien la recibe con fe y la guarda en su vida, experimenta que no está solo: Dios mismo le habla, lo acompaña y le muestra el camino de la vida plena.
Hoy más que nunca necesitamos cristianos que no solo conozcan la Palabra, sino que la vivan con el fuego del Espíritu. Porque cuando la Palabra arde en nosotros, también arde en nuestras comunidades, enciende la esperanza y renueva la misión de la Iglesia.
