‘Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos les dijo…” (8,34).
Después de anunciar el destino que le espera, Jesús convoca a la multitud para decir sin ambigüedades cuáles son las exigencias del seguimiento.
Este pasaje, como el anterior, tiene como objetivo despejar falsas ilusiones o expectativas a todo el que entra en el camino de Jesús y, al mismo, tiempo enfocar el verdadero sentido del seguimiento del Maestro. Un seguimiento que tiene un costo.
1. Dos actitudes para el seguimiento de la cruz pascual
Toda la enseñanza se apoya en la declaración de Mc 8,34:
‘Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga’.
¿Qué es lo que propone Jesús?
Jesús propone lo que podemos llamar la lógica de la cruz, que consiste en una dinámica paradójica jalonada por dos movimientos: la negación de sí mismo y el cargar con la propia cruz.
Estos dos esfuerzos pedalean, hacen avanzar el seguimiento. De hecho, el verbo fuerte es ‘seguir’ (‘akoluthéō’, en griego). Un verbo que es al mismo tiempo una imagen de lo característico del discipulado. Este evangelio de Marcos ha insistido en él (1,18; 2,14.15; 3,7; 5,24; 6,1).
‘Si alguno quiere venir detrás de mí…’. Seguir a otro es lo mismo que ponerse detrás para tenerlo a la vista, para aprender de él, poner así los pasos en sus huellas y compartir su destino.
Poco antes Jesús le había reclamado a Pedro que se pusiera ‘detrás’ del Maestro (8,33), precisamente cuando anunció su destino de muerte y resurrección.
El seguimiento requiere, entonces, estas dos disposiciones de fondo:
Una: La negación de sí mismo.
Se trata de la capacidad de decir “no” a todo lo que se contrapone a Jesús y a su evangelio (en griego ‘apanéimai’, que significa saber ‘decir no’). Jesús quiere discípulos con carácter, que saben contraponerse con firmeza a lo que contradice su opción.
No es cualquier ‘no’. Es un ‘no a sí mismos. Un ‘no’ que uno dice ante el espejo. Se le dice ‘no’ a todo lo que lo empuja a uno a centrarse solamente en el propio yo y en la búsqueda de grandeza.
Esto lo ilustra enseguida con una imagen en la que describe la tendencia humana a salvase a sí mismo y a apuntar a la conquista del mundo entero (8,36).
Dos: El cargar con la propia cruz.
Aquí el cargar implica dos movimientos: el echarse un peso al hombro y el transportarlo de un lugar a otro (3n griego ‘airō’).
Se trata de la ‘propia cruz’. Quiere decir echarse la vida, con sus dolores y conflictos, sobre las espaldas.
¿Para qué? No para ser aplastados por la cruz, como algo que se padece estoicamente. ¡No! Es para hacerle el visto-crucis, para resucitarla, esto es, lo mismo que hizo Jesús con la suya. Por eso Jesús ha acentuado al final: ‘¡Y sígame!’.
Esto implica tomarse en serio lo que la imagen escandalosa de la cruz reclama: vergüenza, rechazo, maldición, sufrimiento.
Más adelante Jesús habla de ‘vergüenza’. En tiempos del Jesús terreno, morir en la cruz era la peor humillación por la que podía pasar una persona, un desprestigio y una ignominia para el condenado y su familia. Todos quedaban sometidos a un juicio social. La gente se avergonzaba del familiar o amigo de un crucificado.
Seguir al Dios de Jesús implica estar dispuesto a perder totalmente la cara.
Pero ¡atención! El Maestro no invita al martirio, a la muerte en cruz, como si uno fuera una especie de ‘kamikaze’ que se inmola por una convicción, sino a la capacidad de asumir lo que la cruz evoca.
¿Y qué evoca?
2. Dos paradojas de la lógica de la cruz
Jesús ilustra enseguida la enseñanza con imágenes paradójicas (8,35-37), dialécticas, polares. Contrapone ganancia con pérdida (8,35-37) y vergüenza con gloria (8,38).
Estas dos contraposiciones están estrechamente conectadas con las dos condiciones ya enunciadas en 8,34. La de la ganancia/pérdida explica lo que pasa en la negación de sí mismo. La vergüenza/gloria tiene que ver con el cargar la propia cruz.
Curiosamente siempre que en Marcos se anuncia la pasión del Señor y las consecuencias que tiene para el discipulado, vuelven las paradojas.
Por ejemplo, después del segundo anuncio de la pasión, Jesús contrapone el deseo de ser los primeros con el pasarse al último lugar (9,35); igualmente, después del tercer anuncio, contrasta la manía de grandeza con la disposición para servir (10,43-44).
Obviamente, la comunidad a la que se dirige Marcos capta la imagen de la cruz con matices distintos. Es tarea de cada uno aplicarla en la propia vida.
En todo caso una cosa es clara: un seguimiento auténtico requiere de una disposición plena, que sólo una relación fuerte con Jesús y un arraigo total en su mensaje pueden llevar a cumplimiento.
No se trata de una de una renuncia porque sí. Se trata de ‘seguimiento’. La mirada siempre está puesta en Jesús. Es por eso que Jesús especifica, y dos veces, que todo esto se hace “por causa mía y del evangelio” (v.35) o “de mí y de mis palabras” (v.38).
3. Un único enfoque: jugarse completamente la vida por los demás
Hay un hilo de oro que no podemos perder de vista en esta enseñanza. La vida se entiende como un trenzado de relaciones, experiencias, funciones, que plasman la individualidad de cada persona.
Decía el filósofo Paul Ricoeur que ‘nuestra fe tiene un valor estructurante y es también una fuente de reflexión sobre la condición humana, sobre las relaciones del hombre consigo mismo y con los otros… Entrar en el movimiento de la fe es decidir hacer de Jesucristo el principio organizador de la propia vida, de su comprensión y de la relación con los otros’.
Pues bien, aquí está núcleo. Cuatro veces en Mc 8,35.36.37 se insiste en lo mismo, en el jugarse la vida por los demás. ¡Cuatro veces la misma tecla con la palabra ‘vida’!
En esta repetición se desglosan dos estilos de vida: hay quien sólo piensa en sí mismo; quien enfoca su vida así no hace más que perderla, arruina el sentido a su vida. Y hay quien enfoca su vida en el seguimiento de la persona y de la enseñanza de Jesús; y por esta ruta se logra algo mucho mayor, esto es, la salvación.
Sea de una manera o de otra, uno siempre se juega la vida.
Quien se preocupa solamente de sí mismo, o mejor, para quien nada más anda preocupado por la ganancia se le desvanece el sentido de su propio ser. Y a pesar de que puede llegar a escalar ciertas posiciones de poder en la sociedad o acumular bienes o dinero, es como si empuñara en su mano el mundo entero, sí, pero no podrá experimentar la salvación, ni dar nada a cambio de ella. Es como quien tiene un puñado de arena en la mano, pero luego se le disuelve cuando entra en el agua.
Detrás de esta enseñanza hay una frase de cuño sapiencial que está en el AT, en el Salmo 49,7-10, donde se dice que los bienes y las riquezas no son suficientes para “vivir eternamente y no ver la tumba” (v.10).
En cambio, quien sigue a Jesús, como él lo propone aquí, arriesga seriamente la posibilidad de abrazar cualquier esperanza de “ganancia” desde el punto de vista humano, hasta el punto de perder la vida física o de ser considerado motivo de vergüenza o de desprecio en medio de la gente. Sin embargo, todo esto lo introducirá en una plenitud que se prolongará en el compartir la misma gloria del Hijo del hombre cuando venga con sus ángeles (8,38).
Vivir de la mano con Jesús transfigura completamente la vida, sumergiéndola en la misma gloria divina del Maestro que por este mismo camino de cruz llegó a la gloria de la resurrección (8,38).
En fin…
El camino del seguimiento lleva por la vía de la cruz mediante la dialéctica del ‘no’ y del ‘sí’. El ‘no’ tiene sentido en cuanto es en función del ‘sí’ a la vida, a Jesús y al evangelio.
La cruz es un ‘no’ a una figura de lo divino como omnipotencia despótica, vengativa, como limitación envidiosa de lo humano y su camino, como incapacidad de don y de auto-donación, como santidad irreconciliable con la misericordia. Y es un ‘no’ a esa misma imagen cuando se proyecta en el hombre. Es un ‘no’ a la envidia y a la sed de poder, un ‘no’ al predominio sobre los demás.
Jesús contrapone un ‘sí’. ‘Sí’ a la entrega generosa. Cargar la cruz es, en el primer lugar, asumir nuestra humanidad tal como es y echarnos al hombro al hermano que necesita de nosotros.
Esta es la humanidad feliz que proclama la victoria del amor sobre la indiferencia, del perdón sobre la venganza, de la misericordia sobre la acusación. Esto es lo que revela que realmente acontece entre nosotros el Reino de Dios, incluso aquí y ahora (Mc 9,1).
La cruz que estamos llamados a abrazar no es un sufrimiento cualquiera, una adversidad que simplemente se soporta con resignación, sino una nueva lógica de vida que pone las necesidades de los otros sobre los propios intereses. Es amor que descentra de sí y que se esparce en donación.