Mc 8,11-13: El signo es Él

Lectio ‘Palabra vivificante’. P. Fidel Oñoro cjm

Mc 8,11-13: El signo es Él

Quizás sea una de las reacciones más fuertes de Jesús en el evangelio: da un suspiro, deja plantados a sus interlocutores y se va fastidiado.

Jesús lo hace a propósito de la petición de milagros.

Veamos algunos detalles interesantes y el mensaje de este corto, pero contundente relato.

1. De las grandes historias de fe en tierra pagana a la resistencia de fariseos y discípulos

Contextualicemos. Jesús está a punto de iniciar la tercera travesía del Mar de Galilea. La anterior se vio frustrada por una tempestad.

A partir de aquí se preparó el terreno para la apertura de nuevos horizontes misioneros.

El encuentro con el mundo pagano suponía un nuevo fundamento: la conversión corazón, antes que los ritos religiosos.

Una mujer madre de familia que sufría por su hija y un hombre sordomudo que no eran del pueblo de Israel, lo corroboraron.

Estos dos hicieron una experiencia profunda de fe y supieron lo que era la salvación ofrecida por el Dios del Reino.

La tercera y última travesía, que ahora sí llegará a Betsaida (6,45… 8,22), pero.., está precedida por dos momentos de fuerte discusión. Uno con los fariseos (8,11-13) y otro con sus discípulos (8,14-21).

Nos vamos a detener en el conflicto con los fariseos.

2. La petición de un ‘signo del cielo’

Pedir pruebas fue característico de las peleas del pueblo de Israel con Dios en el camino del desierto. Aquí se repite la historia.

‘Aparecieron los fariseos y comenzaron a discutir con él’ (8,11).

Desde la primera frase el narrador nos cuenta que la finalidad dicha discusión era ‘ponerle una prueba’ (8,11).

El narrador usa el verbo ‘peirazō’, que significa ‘poner en tentación’. Hasta ahora este verbo ha sido usado una sola vez, en las tentaciones por parte de Satanás en el desierto (1,13)

La prueba en este caso consiste en pedir ‘un signo del cielo’.

¿Qué está por detrás de esta solicitud?

Le piden que Dios mismo sea el garante y el testigo de la ‘revolución’ que Jesús está obrando con respecto a la tradición de los antepasados y a las normas de pureza. Un asunto que los tiene chocados.

Los fariseos están bien conscientes de cuánto el comportamiento y enseñanzas de Jesús ha puesto en tela de juicio su identidad religiosa. Jesús ha abierto las puertas a todo ser humano, pero ellos no lo captan.

Por tanto, el problema de los fariseos con Jesús es: ¿qué nos garantiza que todo esto viene de Dios?

Lo que le están pidiendo a Jesús son las credenciales, una evidencia clara y contundente de la presencia y la voluntad de Dios en él. Sólo así podrían tener la certeza de que su predicación del Reino podía ser tomada en serio.

Como dijimos, esta petición de signos tiene trasfondo. Nos remite a dos pasajes del Antiguo Testamento, ambos en el contexto del éxodo:

– Antes de la salida, Moisés pide al Faraón que deje salir al pueblo, pero este endurece su corazón y Dios le da signos (serán las plagas; Ex 5-11). Dt 6,22 lo resume: ‘Yahvé realizó en Egipto, ante nuestros propios ojos, señales y prodigios grandes y terribles, contra el faraón y toda su gente’.

– Después de la salida, durante el camino del éxodo en el desierto el pueblo se rebeló y puso a prueba a Dios en Masá y Meribá, pidiendo agua y pan (Ex 16-17). Dios respondió y siguieron pidiendo más. Esta generación será llamada ‘pervertida y tortuosa’ (Dt 1,35; 32,5).

Esos dos pasajes muestran que el problema consiste en que cada vez que se pretende un signo, la solicitud incluye implícitamente una forma de resistencia que es preludio de un rechazo (como en el caso del faraón) e incluso de considerar insuficiente el signo (como en el caso del pueblo).

Ocurre con frecuencia que uno anda en búsqueda de signos que convenzan de que vale la pena estar con Dios.

El riesgo es que es una forma de circunscribir a Dios a nuestro propio imaginario a nuestros criterios.

El riesgo es un Dios a la medidas de nuestras necesidades.

El riesgo es el corazón cerrado: ¿De qué sirve mostrarle un bello cuadro a una persona que no quiere abrir los ojos?

Y no es que Jesús no haya dado signos. Pero, eso sí, hay una gran diferencia entre buscar signos y reconocer los signos.

Jesús no deja de responder que todo lo que ocurre es signo de él. El signo del cielo es el hijo de Dios en la tierra. Pero la gente lo recibe con reserva, será criticado y rechazado.

En el evangelio de Marcos no se habla del signo de Jonás (la muerte y resurrección) porque el signo es la misión entera de Jesús. Se hace un acto de fe en Dios cuando se acoge la persona de Jesús como Mesías e Hijo de Dios.

Dios no satisface caprichos. No hay otros signos que los que la vida nos pone cotidianamente en el camino y el gran signo que es Jesús. Pretender de Dios ‘signos’ y ‘milagros’ para continuar dándole crédito es indicio de una fe inexistente.

3. La impaciencia, tristeza y desilusión de Jesús

Jesús se niega a conceder el signo.

Reacciona de manera fuerte con tres acciones descritas con cuidado por el narrador:
– Una. ‘Dio un profundo gemido desde íntimo de su ser’ (8,12a).
– Dos. Los confrontó verbalmente: ‘¿Por qué esta generación pide un signo?’ (8,12b).
– Tres. Los dejó plantados: ‘Y los dejó… Se embarcó de nuevo.. Y se fue para la otra orilla (8,13)

La imagen de un Jesús que abandona a sus interlocutores es rara, no estamos acostumbrados a ella.

Este suspiro profundo (‘anasténazo’, en griego) de Jesús es un caso único en todo el Nuevo Testamento. Connota impaciencia, tristeza y desilusión.

Hay situaciones en las que no vale la pena seguir discutiendo, porque el interlocutor ya parece una muralla.

Jesús se cansa ante la cerrazón obstinada de los que le piden evidencias.

Jesús no es un prestidigitador que apabulla o seduce con sus sorpresas. Por eso se fastidia y se va.

Lo hace cada vez que la gente busca pretextos para no ceder ni un milímetro sobre sus puntos de vista sin dejarse interpelar por lo que tiene ante sus ojos.

Y este gesto de abandono resulta ser, al final, una palabra que hay que escuchar.

Pues bien… ¿cuál es la lección?

La inmersión en la experiencia del Dios del Reino requiere, positivamente, la apertura desprevenida a su acontecer en el ministerio de Jesús.

Por tanto… también poner de lado la petición de otro tipo de pruebas.

Ningún signo, ningún signo. Jesús está cansado de dar signos, de tener que pasar exámenes, de estar siempre en el banco de los acusados.

Jesús aparece exasperado por la falta de confianza y la terquedad. Como si Dios tuviera que dar demostraciones todo el tiempo.

Signos, pedimos signos. Y no parecen suficientes tantos signos que recibimos.

No nos basta la Palabra que nutre nuestros corazones, ni los sacramentos que hacen real y accesible la presencia de Cristo.

No nos basta la experiencia de vida fraterna en las comunidades ni la profecía.

No nos bastan tantos signos diarios de cuidado y de ternura que Dios nos muestra desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.

Tenemos necesidad de signos que nos apabullen, de milagros y de apariciones. Corremos detrás de videntes.

Y Dios calla. Ningún signo.

Si no reconocemos la presencia del Señor junto a nosotros, tan sencilla y tan real, ¿cómo podríamos creer en cualquier otro signo?

Para quien no quiere creer, ningún milagro será suficiente, nada lo convencerá.

Hay que levantar la mirada para reconocer que Dios está ahí, aquí, entre nosotros.

Lo que convierte no son los milagros sino la buena disposición para acoger la vida, no según lo que pensamos de ella, sino con la riqueza de su lenguaje que nos interpela y nos habla de Dios.

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